domingo, 25 de abril de 2010

La Paz Revisitada Una Y Otra Vez

Llegaron a la Argentina desde Suiza en avión y por barco mandaron a la mariposa. La mariposa es la VW modelo 84. Ahora suben por Perú rumbo a Colombia y, poniendo en práctica una ley física, espiritual y elemental, bajarán de Colombia a Buenos Aires, mandarán a la mariposa por barco, tomarán un avión. Nos conocimos en Iquique, entre gringos surfistas y algún chileno lazarillo de gringos surfistas. A la mañana siguiente salgo primero rumbo a Arica. Cruzando Alto Hospicio, un lugar olvidable a no ser por su nombre, me alcanzan, andan varios kilómetros detrás de mí y con una rápida aceleración me dejan atrás. Media hora después los cruzo en un alto que hacen para almorzar y me detengo en una cruz de caminos, bajo la única sombra que habré de encontrar durante horas. Y durante horas, a no ser por pequeñas porciones de un verde insulso, la escala cromática no reconocerá otros colores más que el marrón y el gris. El día anterior a mi llegada a Iquique salgo temprano desde Antofagasta hacia el norte.




Ni con GPS ni con mapas viajo. Creo conocer bastante bien tierras, pueblos, ciudades que siento propias. “ ¿ Cuál es la misión de tu viaje ? ” me pregunta Ana María, la maestra, dentro de la iglesia de Chala, al sur de Perú. “ No la tengo ”, le respondo. “ ¿ Y por qué viajas ? ” “ Porque ustedes no me son ajenos ”. Hacia el norte, desde Antofagasta, salgo temprano. Dibuja la rueda una línea recta, aburrida y llena de bostezos. La persona ligada a la escritura que contacté desde Calama no muestra señales, da igual, los murales, el mar, los pelícanos son un buen contrapeso, vengo bajando de los 4800 metros. El mar le hace bien a mis alturas. Llegando cruzo lo que queda de un pueblo salitrero. De la tierra salen, como venas muertas, pedazos de alambre herrumbrado. Si a estos alambres se les hiciera el ADN dirían de Chile más que varios de sus historiadores. Viento, arena y sol como para hacer un verano. Me recuesto sobre el manubrio para no oponerle resistencia a la bocanada abrupta, caliente y seca que me lanzan, a su paso, los camiones. Es un cimbronazo violento, el casco, por un segundo, me tapa los ojos. Lejos, como un grito no escuchado, el tren carguero se deja ver. Si fuera para el lado que voy iríamos juntos un par de kilómetros. No hay tren en estas tierras ligado al futuro, el tren aquí significa pasado, lluvias evaporadas aún de los recuerdos más húmedos.











Mientras haya enchufe tengo, gracias al calentador eléctrico, mi té por las mañanas. Lo que no caminé por años lo camino en unas horas, siguiendo el antojadizo dibujo de espuma que dejan las olas. Para regresar me alejo de la costanera, busco la avenida, llego al estadio. Es domingo y aquí como allá hay fútbol. El C.D. Antofagasta es el puntero de la segunda división. Esta tarde, ante su gente, defiende el liderazgo, juega, toca, hace goles, conserva la punta. Un síntoma de la evolución de hincha a simpatizante: más que el partido me interesan los alrededores: banderas, el banco de suplentes, el relato que desde la cabina de la radio llega a la platea, alcanza-pelotas, vendedores. De continuar ganando, en unos meses, el Antofagasta volverá al fútbol grande, su gente lo sabe y se va del estadio callada y feliz. Yo voy con ellos, camaleónico.







Para mi bolsillo de motociclista del subdesarrollo Chile está caro lo que me precipita a tomar una decisión rápida: salir de Chile. Ahora, a la permanente presencia del desierto se le suma, primero en forma esporádica y luego definitiva, el mar. Andamos, entonces, sobre una ruta que atraviesa un desierto infinito que tiene a su costado el mar. Hay otros elementos: un cementerio anterior a las olas, al hombre y la muerte. En las caletas, los botes dan la sensación de estar abandonados, como los pueblos que atravieso. No se ve a nadie por las pocas calles que rodean las casas, en algún tendedero, camisas, pantalones, medias puestas a secar hablan de la vida cotidiana. Transmite, el atravesar estos pueblos, una pesadez metafísica. El cielo, de un gris post era atómica, acrecienta la intranquilidad. Pequeños morros entran hacia el mar. Al atardecer llego a Tocopilla. Antes de que la noche se rehaga acomodo la moto bajo techo, le saco el equipaje, entro a una pieza iluminada en forma miserable, a los cinco minutos, antes el riesgo seguro de caer en una depresión salgo a la calle. Esta parte del mundo, este pequeño norte del gran sur, este pueblo de Chile están iluminados, durante todo el día, por una lamparita de 25 watts, sucia del polvillo acumulado por siglos. No sé si los ojos de estos hombres esperan la niebla que ha de durar cien años o la niebla acaba de irse hace horas, después de estar cien años; lo mismo da, Tocopilla, cien años antes, cien años después, es eso: la certeza de una nubosidad infinita con olor a harina de pescado. Y dos chimeneas gigantes y altos paredones a la entrada del puerto y una acelerada rápida a la mañana siguiente.














En Iquique está el sol que a Tocopilla le falta. Y tablas de surf donde los surfistas esperan que a la sucesión de pequeñas olas le continúe la Gran Ola que les dé unos segundos de vértigo y equilibrio, mientras tanto aprenden la paciencia. Lubrico, después de que Alberto en Antofagasta me advirtiera del desgaste, la cadena de la moto. Hablamos, con Stefan y Yanina, del tiempo que se hace distancia, de los kilómetros que se vuelven parientes, de lo agradable que es pensar en la familia cuando se está lejos de ella. De las rutas que antes de ser planas fueron espirales ovillados arrastrados por el viento original. En Arica nos reencontramos en la oficina de turismo. Nos dicen que saliendo de la ciudad, camino a Perú, abundan los camping. Los camping abundan pero los dueños no. De y por casualidad, ( al final la casualidad es la gran protectora de todo viajero ), acampamos en la casa de Marcela, hiperactiva e hiperamable. Ellos duermen en su combi-mariposa. Yo armo carpa. La máquina vagón que une las ciudades fronterizas de Arica y Tacna me despierta a su paso por el frente de la casa. Un caballo pasta entre la carpa y la moto. Sentir el olor de su pelaje me vuelve niño. Viajar me vuelve niño. Dos niñeces juntas me dejan en la pre-existencia. Hoy es día de frontera, de pasaporte y tarjeta verde, de migración y aduana. Es un paso fronterizo sin comercio, alejado de las ciudades. En Tacna me despido de los suizos y su combi-anaranjada. Coincidimos que, de las vidas que conocemos, la mejor es esta.













Mientras le cambian el aceite a la pequeña tormenta roja decido continuar viaje a Moquegua, unos 100 kilómetros al norte. Es zona de terremotos. El de hace pocas semanas en Chile continúa siendo la principal noticia en diarios y revistas de ese país. En varias vidrieras comerciales de las ciudades del norte, con brocha y pintura blanca, el Fuerza Chile!! es un imperativo de esperanza y memoria. Toda población, en esta parte del globo, tiene en su historia el recuerdo de un sismo, las huellas visibles de ese desgarramiento. Moquegua tuvo el suyo. Desde entonces la piscina del hotel más viejo de la ciudad no se usa. Igual el viento fresco de la mañana imposibilitaría cualquier zambullida.





A la altura de Moquegua, hacia el este, casi en paralelo está La Paz. La lógica económica con la que pienso sustentar mi viaje ha tenido su semana negra al pasar por Chile, lo correcto sería continuar hacia el norte, dejar el país de Evo para un futuro regreso, pero Bolivia tiene, para mi yo - simbólico, un par de razones que justifican un pequeño desvío temporal y espacial. Una llamada telefónica me da la excusa que falta para chantajear a mi conciencia. Cuando pregunto cuántos kilómetros hay a La Paz me responden 9 horas, acá las distancias entre ciudades se miden por tiempo. Si el trayecto no llega a los 120 minutos entonces me dirán un “ aquicito nomás ” que deja a quien lo dice, ante la constatación concreta, entre una piadosidad santa y una malevolencia perfeccionada durante vidas. Lejana o cercana La Paz es mi próximo destino. Apenas comienza la subida a la que adjetivaron " suave " y termina siendo casi vertical detengo la moto y le saco el filtro de aire. Desde ahora, el sonido sereno y limpio del motor transmuta en una catarata de gritos secos, toses catarricas y explosiones variadas. Siento, cuando me acerco al último pueblo antes de comenzar a subir hacia los 4500 metros de altura, un poco de vergüenza por la lentitud extrema a la que voy y el ruido descomunal que la moto produce. Debajo del casco me pienso y río. Me dejo andando solo, me voy trotando cuesta arriba y me espero más adelante. Así durante horas. ¿ Cuántas ? Perdí la cuenta, las cuento ahora: de Moquegua salí a las 10 de la mañana y a las cinco y cuarto de la tarde estaba a los 4530 ms. de altura. En esta vegetación voluntariosa y chaparra como boxeador de peso gallo no hay donde guarecerse. Comenzó a llover y seguí andando, continuó la lluvia y seguí andando, llegó la noche y seguí andando. Crucé nevados, salares, corrales de vicuñas, piezas de adobe y paja. Oí sin ver el ladrido de los perros persiguiendo la luz roja de la moto, temblando, con los dedos meñiques y los pies entumecidos, lo que fue dolor de frío dejó de serlo para volverse muñón de carne que aún conservaba su forma original. Confundí las primeras luces de Mazocruz con las de un peaje, cuando llego a la cabina, tartamudo de frío, pido lugar para armar la carpa. 8 kilómetros más adelante, la camioneta de la policía, la que estaba apostada en el peaje enciende luces y sirenas, pasa veloz y ordena detenerme a un costado. Cuando bajan son francos y directos: " para Mazocruz faltan 40 kilómetros y el camino es curvo y en bajada, en enero un motociclista brasileño se mató y era de día, además en Mazocruz no hay alojamiento ". Resumiendo: " es probable que te mates, preferimos que duermas en el peaje antes que salir a sacar la moto y tu cadáver de un barranco, y de paso nos colaboras con alguito... ". Me niego rotundo sin conciencia a que me niego. Un minuto despues estoy remontando la ruta hacia el peaje, detrás de la camioneta policial. Dos personajes estos policías. Bizarros en todo, corruptos con los otros y buena gente conmigo. " Si que eres pendejo, querer armar carpa en estas alturas, duro ibas a amanecer " dicen y reímos. Uno es de Cuzco, el otro de Juliaca. Quince días al mes controlan cargas, inventan faltas, piden coimas. Quince días descansan. El peaje incluye puesto de control, una cocina y una pieza con cuatro camas. Hay dos empleados, aparte de ellos, que se turnan para cobrar el tránsito. Uno de los policías me cede su cama. El duerme dentro de la camioneta. Tres tazas de café y ropa seca alejan de a poco el tembladeral. Con soroche continúo, a la mañana siguiente, viaje hacia La Paz.







En la frontera, de lado boliviano, lleno el formulario de migración con lapicera de tinta roja. " Usar color rojo está prohibido, esto es un insulto a la patria boliviana, tu tarjeta no es válida, no puedes entrar " me dicen en la mesa de recepción. Sé que un pequeño malentendido, como este, puede provocar un sinsabor de horas. hago lo que casi nunca hago: me quedo callado, espero. Rato después el funcionario de migración deja su escritorio, va hacia una ventanilla y vuelve con un nuevo formulario y una lapicera. Desaguadero se llama del lado peruano - puente fronterizo - del lado boliviano se llama Desaguadero. Para evitar el contrabando hacia Perú el combustible escasea en el Desaguadero boliviano. Así lo dice el cartel en la gasolinera y lo reafirma la dueña quien, ante mi insistencia, media hora después me vende 4 litros, suficientes para llegar a La Paz. Y hasta acá llegamos juntos, los dejo en la plazoleta de la iglesia San Francisco, ¿ o prefieren el obelisco de la Mariscal Santa Cruz ?. Con Gabriel LLanos, de la Yerba Mala Cartonera nos vamos a comer a un restaurante chino. Compren ustedes, por un boliviano, rodajas de platanitos fritos y se van caminando rumbo a la plaza Avaroa, corazón de Sopochachi, y luego siguen a Calacoto, Obrajes, el valle de la luna. Están en La Paz, caminen despacio, de pronto falta el aire pero sobran los mercados, las subidas, las fritangas. Hay zapallos gigantes y farolas prendidas en la calle Jaen, hay sombreros, whipalas, kilómetro cero, busetas y cebras que deambulan pacíficas, en manada. Hay puestos, muchos puestos, y el color ladrillo en todo lo que ven. Hay paltas y hay mangos. Los espero en Lima donde esta noche leo en el Yacana Bar. La Paz dulce y zumbona como un panal de abejas. La Paz revisitada una y otra y otra vez.