jueves, 29 de julio de 2010

Andrea








En Bogotá el sol que me calienta no está en las alturas, despierta a mi lado todas las mañanas. Y, como en la canción que escuchaba a los 14 me llena de luz el alma. Desde la pequeña ventana que da a un patio interno se ven las estribaciones de la montaña. Una hilera de árboles corona la cima baja. Detrás unas nubes pasan ligeras y blanquean el tibio azul que el cielo toma a estas horas. Es temprano. Releo lo escrito anoche mientras Andrea prepara el café primero. La moto está tapada con una vieja carpa roja y azul, espera a que desespere y reaccione, entonces buscaré donde hacer el service, sin service no hay continuidad de viaje posible, después de rodar más de 10000 kilómetros y recorrer parte de seis países lo menos que puedo hacer es cambiarle el freno de adelante y la trasmisión. El rocío de la noche humedece el pasto a la entrada de la casa. Hay lombrices y pétalos derrumbados por el peso de las gotas. Tomamos, después de la ensalada de frutas, el primer café, a lo largo del día habrá varios. Guanábanas, maracuyá, plátanos, guayabas, lulos, zapotes, feijoas, peras, mangos, tomates de árbol, granadillas, mamoncillos, melones, sandías: lluvia y frutas abundan en este junio/julio bogotano. Todo lo que termina hacia dentro da creación y esperanza. Vivo a orillas de Bogotá, en Cota, un pequeño pueblo de 400 años donde las casas se intercalan con sembradíos y la humedad crece en el verde que rueda desde lo alto, como una alfombra al momento de desenrollarse. Todos los días bajo a la capital en bicicleta. Hora y media de ida, hora y media de vuelta, 60 kilómetros de pedaleo y vértigo. El vértigo le corresponde al regreso, cuando desando la Avenida Caracas y tomo la 80, paralela a la calle una ciclovía angosta y yo por ella, a toda velocidad, pasando bicis y transeúntes, esquivando a los ciclistas que vienen de frente y calculando milimétricamente la distancia que me separa de los autos en las esquinas. En Bogotá vendo boomerang. En la séptima, frente al edificio más alto de la ciudad, sobre un puente de veredas anchas; por debajo siguen las obras de lo que será la continuidad del sistema de transporte bogotano, el Trans-Milenio. Como la mayoría de las grandes ciudades colombianas Bogotá es, en su centro, una urbe en permanente construcción. Entre semana los campesinos de Cota cosechan cebolla de verdeo y en este atardecer las aspas de un helicóptero militar golpean, chirlos secos, en las nalgas del silencio pueblerino. Soñé que tenía un hijo idiota, nos llevábamos bien, aunque aveces el tenía que retarme. Si a tu lado está la persona con la que has decidido despertar todas las mañanas y desayunas en la cama hablando de las cosas que hablan los mortales que se quieren y en la sala la canción dice en su estribillo “ ¿ qué pasará mañana cuando te hayas ido ? ” y mientras miras sus ojos lo repites mentalmente entonces no dejes que se vaya. ¡ No dejes que se vaya, carajo !, después, cuando se echa a andar el cuerpo que ayer despertaba en tu cuerpo, no hay regreso que valga. Consideré lo que perdía y consideré las posibilidades de triunfo a futuro. Era más lo que perdía. En otro tiempo me hubiera quedado. Pero me fui. En otro tiempo hubiera reservado, para mi pasado, el mejor lugar en las alforjas de mi moto. Ahora, en ese lugar llevo una pala con la que cavo un foso donde entierro y olvido el ayer. Y sin cruz no hay anclaje. No me arrepiento de nada. Creo en la concatenación de los hechos, en los hechos que, solos, son inexplicables, pero iluminan su propósito cuando están en conjunto. Bogotá se explica fácilmente a través de Quito, y Quito es entendible a través de Trujillo. A este viaje lo empecé en Córdoba pero lo que soy viene de más lejos. Más lejos, aún, que la juventud en los cuerpos de mis viejos, que un 6 de mayo del 74, que la infancia de mis bisabuelos. Tengo fe en lo que encaja. En la pre-existencia habita quien ríe, se divierte y reza para que nuestros cuerpos se sigan encontrando. “ Usted fresco ” dicen en Colombia cuando lo único por hacer es tomar la calma de a sorbitos, fumar un tabaco Piel Roja, caminar por La Candelaria. Si hay libertad es en el presente. No hay un tiempo de libertad ya ido ni la libertad nos espera en el futuro. Acepto, sin mayores preguntas, la casaca con la que cubro mis horas, soy pleno y sin embargo mañana mismo puede acabar todo. Quizás mi plenitud radica en la conciencia de saber que mañana mismo puede acabar todo. Yo, fresco. Cuando aposté a más no hubo con quien, lo bueno es que nunca dejé de apostar, lo bueno es que no quiera vivir hasta los 115 años, lo bueno es comprender que no se alarga la vida, se alarga la vejez. Anoche reví Papillón por cuarta vez en mi vida. Cierro los ojos y lo veo, días y días en medio del mar flotando a la deriva, hacia la libertad, cuando el sol le enceguece los ojos, con la boca seca y la lengua herida lo escucho gritar: " aún estoy aquí, desgraciados, aún estoy aquí "








sábado, 24 de julio de 2010

Los Camiones










Me gustan los camiones porque nunca voy a tener uno. Como un mamut. Como un iceberg. O como una plataforma petrolera. Me gustan cuando en medio de la ruta nos cruzamos. Cuando, a casi 100 kilómetros por hora mueven su portentosa maquinaria forjada en hierro, cilindros, rulemanes y aceite y atraviesan mi andar lento o cuando con mi lento andar los adelanto balanceándome a la izquierda primero, a la derecha después para luego volver a ocupar mi espacio en el camino que me lleva. Los camiones siempre llevan, lo que sea: latas de atún o autos, pelotas de plástico, cervezas, conteiner venidos de puertos lejanos, vacas, alambres, fardos de cables y ollas, toneladas de chatarras, carbón, botellas rotas, comida para gatos, sábanas, alfombras, toallas. Lo que sea, lo que tengan que llevar. A veces ando en moto como si estuviera caminando sobre el teclado de un piano, a cada paso escucho el sonido que sale de la hierba y los arrozales. En cambio de los camiones no pueden esperarse sutilezas. Son ruidosos, pródigos en frenadas, calientes como las piedras de la guajira colombiana, pesados en las subidas que bajan, lentos en las bajadas que suben, chillones como idiotas hambrientos. Los veo estacionados al costado del camino, como una manada de bestias monumentales que se toman un respiro y luego continúan, en larga hilera de migrantes sin alas, como animales acuáticos salidos del mar. No hay un gran relato si un camión no atraviesa sus rutas y sus campos. Me gustan los camiones, me gustan los galpones donde pasan sus noches, las gasolineras abiertas en las frías madrugadas, los peajes desiertos como duchas sin agua. Y cuando hacen sonar su claxon en señal de: “ te veo, buena vida, buen viaje ”.











miércoles, 7 de julio de 2010

El Arcángel Roberto Y Sus Secuaces















Dos veces paso por Ibarra y las dos Roberto Escuntar me recibe en su casa. Kilómetros antes de llegar sale a mi encuentro en su moto de 250 cc. acompañado de su mujer y del pequeño Francis. En otra moto, amarilla como un atardecer atlántico, Richard Chalacán y su señora los acompañan. Entramos a Ibarra, pasamos por la casa de Juan Fernando Mosquera y vamos hacia la laguna de Yahuarcocha donde unas cervezas nos sacan las fotos. Luego subimos para ver en panorámica los alrededores. Cuando bajamos del mirador, cuando Richard y Mary se quedan en la esquina de su taller y Juan Fernando abre la pizzería donde la noche próxima habremos de compartir unas porciones y un vino tinto hervido con canela, clavos de olor, pimienta negra y demás especies que son secreto, cuando llegamos a la casa de Roberto y la Jenni prepara la cena y juego con el Francis siento a Ibarra como el punto de llegada, un lugar donde sin culpa podría haber finalizado mi viaje, o podría haberme quedado para ser uno más de los Arcángeles Biker, grupo de motociclistas del cual Roberto es presidente y fundador. Soy, otra vez, el extraño al que le han abierto las puertas de una casa desconocida hasta hace un rato. Son, los pobladores de esa casa, los nuevos integrantes de esta familia que construyo desde hace cuatro meses, cuando al mediodía del 5 de marzo salí de la esquina de Maestro Vidal y Achával Rodríguez, en aquella Córdoba insípida y mortalmente crónica desde aquí. Las palabras hacen su parte, construyen la confianza, el gusto de conocernos, el lazo que no se romperá, el nudo que ha de permanecer aún cuando los kilómetros por venir me alejen de esta casa y del corazón de estas personas. Un poco de su corazón viaja conmigo, algo del mío queda con ellos. Ese equilibrio es el que salí a buscar, de ese equilibrio tengo para llenar varias balanzas. Me acuesto tarde, - sueño con redes tejidas con hilos de arena -, me levanto temprano. Recorremos los alrededores de Ibarra, bordeamos un río de intensidad moderada, acorralados por el verde de manifestación constante. Antes de ir hacia los colores del mercado donde habremos de almorzar pasamos por San Antonio y nos astillamos los ojos de artesanías en madera. Andrés, otro motociclista de la ciudad, propone comprarme un boomerang y hace que otros sigan su ejemplo. Recorremos la noche mientras Jaime acelera su moto de 900cc. y se pierde por unos segundos en un horizonte de esquinas. Un lunes a la mañana, después que Mosquera me regale un nuevo par de espejos en reemplazo del que se me había roto semanas atrás, me acompañan cuarenta kilómetros, hacia el norte, encaravanados, cinco motocicletas, como un pequeño y afinado enjambre de motores, alrededor y delante de mi, abriendo el camino hacia Colombia, conmoviéndome con la sencillez que produce el desplazarse plácidos por el costado derecho de la carretera, mientras la hermosa raza negra de El Chota hace secar su cosecha sobre el mismo asfalto.




















Dos veces paso por Ibarra. La segunda espero a Roberto, Jenni y Francis frente al aeropuerto. El ritual de la fraternidad se repite, inasible. Llego el sábado con la idea de partir el domingo pero el domingo vamos hacia el campo, a la casa de los primos de Roberto, hacia una zona donde veo las negras más hermosas que he visto en mi vida y un calor soportable madura el interior de guayabas y moras, ajíes y plátanos, yucas y aguacates. Cría Manuel, el primo alegre de Roberto, cuises. Y es quien nos lleva a recolectar los frutos de sus sembradíos, a caminar por las hileras juntando guayabas y moras hasta llenar tres tarros. Antes hemos bajado la montaña, vacíos, ligeros, y subimos, faltos de aire, con plátanos, aguacates, limones y mandarinas. Cientos de plantas de ajíes se tuestan bajo el sol, esta temporada el precio de venta no justifica su cosecha. En el centro de las casas una cancha de Ecua-vóley espera futuros protagonistas. Son tres las casas y en las tres nos brindan su pan, su arroz, su jugo de guayaba, sus huevos fritos, pollo y aguacates, y apenas ven que el plato se vacía amenazan con llenarlo otra vez. Tres días comiendo así y recuperaría los siete kilos perdidos en lo que va de viaje. Acomodamos sobre la montura de nuestras motos-caballos los frutos recolectados. Insisten, los primos de Roberto, en que nos quedemos uno, dos, tres días o los que queramos. La luna, su cara, pone el café y el atardecer cae sobre el empedrado que nos lleva a la ruta, lentos, iluminando el camino con la luz de las máquinas sobre las que vamos. Decido entonces que a mi regreso, si es que hay regreso, desandaré el camino andado, volveré a bordear, un fin de semana que queda en mi futuro, la silueta boteriana de estas montañas. Amanece Ibarra. El volcán Imbabura, a orillas del lago San Pablo, se pone de pie y de la cintura para arriba lo cubren las nubes. Un día antes paso por Otavalo. Busco, en la plaza de la Feria de los Ponchos signos de un titiritero al que le perdí el rastro hace 13 años: Aquiles, el cordobés, sus títeres son, como todos los títeres de un buen titiritero, fiel reflejo de su cara. No lo recuerdan. Ha pasado mucho tiempo. ¿ Qué parte del que fui en aquel viaje me acompaña en este ?.








Le puedo dar, si quiero, la vuelta al mundo en la 125, pero no quiero. He ido descifrando, a medida que le agregaba kilómetros y aceite al motor de la moto, secretos del viaje que con voz áspera me revela el asfalto, la sutil o abismal diferencia entre el turista y el viajero. Cuando salgo de Quito el viaje deja de ser viaje y se convierte nuevamente en vida cotidiana. Así prefiero que sea. El viaje, el que me hizo turista un par de veces, ha sido un paréntesis abierto en la excepcionalidad de lo diario, ahora retomo la vida en sí. Entonces dejo de relatar el viaje y comienzo a relatar mi vida en viaje, la rutina del viajero. Ni antes ni después de Quito me asombro con lo visto. Nada tienen de exótico, para mí, estas geografías humanas, soy extremadamente latinoamericano. No me siento entre extraños. Pertenecer tiene sus privilegios y querer sus consecuencias. Como para pertenecer no tengo ganas, plata ni status me dedico a algo mucho más lujoso: quiero. Querer tiene sus riesgos, a veces amo, a veces me aman, algunas me hieren, otras hiero. Y cuando duermo las redes de arena transmutan en hilos de acero. En fin, minucias en las que se consume la vida de un hombre mediocre. Otro lunes, 15 días después, Roberto y Juan Fernando me acompañan nuevamente hacia el norte. Esta vez no hay regreso. En una estación de servicio lleno el tanque y dos bidones plásticos, el precio del combustible, en Colombia, vuelve a ser un factor determinante a la hora de elegir el recorrido. Me voy, tengo ganas de quedarme, pero me voy. En un fin de semana que queda en el futuro habremos de hacer con Roberto, la Jenny y el Francis un viaje al pacífico ecuatoriano. En eso quedamos. Mientras tanto el caucho de las ruedas se desgasta, lo lejano se acerca, se alcanza y vuelve a alejarse y en las riberas de los días se acumulan imágenes, hechos y personas a quienes todavía no les encuentro las palabras. De a poco irán apareciendo, dándole vida y aliento a las crónicas pobres que cuentan este rico viaje.