domingo, 22 de agosto de 2010

El Lado Más Hermoso Del Corazón De Los Hombres


Antes del viaje relámpago a la frontera colombo – venezolana para prorrogar el visado y la estadía, antes de reencontrarme, 13 años después, con el viejo Robert en un bar de La Candelaria, antes de los bomberos de Andalucía y Girardot, antes de los Ernst, los Chagall, los Picasso, los Dalí que vi en el Museo Botero, antes de ponernos de sombrero los arco iris post lluvia bogotana, antes de ver en una panadería de Cota a Argentina eliminada por goleada, solo, sin tener con quien descargar la frustración de otro mundial para el olvido, antes de leer y conmoverme con las palabras de Tyson en una revista deportiva, antes de comprender que este no es tiempo de literatura, es tiempo de política, antes de preguntarme que fue antes si la lluvia o la neblina estuve en Popayán, donde Orlando Martinez Vesga. A trescientos treinta y un kilómetros del río que divide Ecuador y Colombia, la ciudad blanca combina ondulaciones por fuera y arquitectura colonial por dentro con el verde que la rodea. Es el sur de Colombia y es Colombia otra vez. La violencia ha menguado alrededor de las grandes ciudades y las carreteras recobraron la posibilidad, - ejército mediante -, de andar día y noche sin riesgo de caer en la “ pesca milagrosa ”, el sistema de secuestro express que durante años fue uno de los pilares de la economía guerrillera. Duermo, la noche anterior a Popayán, en los bomberos de Pasto. Es mi segundo día en este país. Lunes feriado, uno más de los tantos que hay en Colombia, feriado religioso sin saber a qué santo o virgen se le debe devoción. A la mañana siguiente, después de una larga lluvia que cubre la noche e invade parte de la mañana, con la carretera mojada, ansioso de estar nuevamente en tus rutas, sigo entrando en vos, Colombia.




Los pueblos se suceden casi permanentes, algunos caseríos desperdigan sus casas a ambos lados de la ruta calurosa, los retenes militares son otra constante. A cada auto, camioneta, moto o camión que pasa los soldados le levantan el pulgar en señal de saludo, lleva implícito, ese saludo, el triunfo tácito del ejército colombiano sobre las guerrillas. Hicieron, los paramilitares, hace un par de años atrás, con el beneplácito del estado, el trabajo sucio: matanza de civiles, desplazamientos de pueblos enteros, luego el estado, a través del ejército, ocupó zonas ya liberadas por la mano de obra paramilitar y continuó con la ayuda militar estadounidense dándole el tiro de gracia a los grupos guerrilleros. Estos, a su vez, se emparentaron con el paramilitarismo y el ejército en las atrocidades, aparte del secuestro con el que retienen desde hace doce, diez, ocho años a algunos soldados, policías, congresistas, militares. Pero la guerra civil que ya lleva más de medio siglo se sigue desarrollando, cada vez más lejos de las grandes ciudades, en parajes cada vez más remotos, donde la guerrilla aguarda, cuida sembradíos de coca, envía videos al nuevo presidente con propuestas de diálogo de inverosímil cumplimiento, levanta campamentos en países vecinos y, según todos los medios de prensa, son culpables de cuanto atentado ocurra. Porque el de la violencia en Colombia es un relato con todos los elementos para presumirlo infinito, una saga interminable que reescribe permanentemente sus crónicas sobre las líneas de la cocaína y con la tinta roja de un número de víctimas imposible de determinar, un conflicto que hace 60 años se dirimía a machetazos y 60 años después ha superado todos los umbrales del horror. Y si las causas primeras fueron políticas con el correr de los años y con la preponderancia que en el conflicto armado tomó un elemento mayor como el narcotráfico la razón original se desvirtuó tras objetivos a los cuales cuesta encontrarles fines revolucionarios: la acaparación del mayor número de territorio para el cultivo y procesamiento, el manejo de los corredores de la droga. Que los grupos armados de extrema derecha financien sus actividades con los dividendos del negocio del narcotráfico es lógico siendo ellos defensores de un sistema inhumano como es el capitalismo, pero que las guerrillas nacidas por y para combatir las injusticias del capitalismo y en pos de un sistema que se pensó superador usen recursos provenientes del comercio de estupefacientes o el secuestro de personas no crea bases sólidas para proyectar una creencia sobre aquellos que proponen transformar sociedades, igualar mundos, volver vidas vivibles.









Paro a un costado de la ruta, orino la orina que después de horas y horas de dar pequeñísimos saltos en moto producen mis riñones casi siempre secos; espero que el motor de la pequeña tormenta roja recobre una temperatura moderada para continuar viaje, saco algunas fotos y hablo con Carlos quien hasta que le quitaron la licencia de conducir era transportista y ahora, mientras junta la plata necesaria para levantar varias multas inhabilitantes trabaja de jornalero en un campo que está a la venta. Le gusta el trabajo pero no el sueldo y a veces, para equilibrar las cuentas, va a la zona montañosa y baja de allá con un kilo de la pura, hace trabajo de intermediario, el riesgo es poco y la paga es buena, sólo a veces, cuando los tiempos macro económicos repercuten duro en lo micro. El campo se vende no por improductivo sino porque esta zona montañosa es aún enclave de una que otra columna de las Farc, de cuyos líderes fundadores se dice tienen la rara cualidad de no morir en combate sino de viejos, como fue el caso de Tirofijo y muchos años antes de Jacobo Arenas. Una vaca se acerca al alambrado y me mira con su volado mirar que tiene más sabiduría y paciencia que todas mis miradas juntas.




















A Popayán entro con las primeras oscuridades al final de un martes de principios de junio y, preguntadera mediante, doy con la dirección anotada en el reverso de un ticket de peaje ecuatoriano: el complejo de departamentos donde Orlando vive. Llego por intermedio de mi hermano Iván Landinez quien desde Suecia le escribe comentándole que voy subiendo en una pequeña motocicleta y que cualquier ayuda me viene bien por eso cuando me abre la puerta de su departamento en un séptimo piso lo primero que hace es mostrarme la habitación, - “ tal como se lo prometí a Iván ” -, donde voy a pasar algunos días con sus noches y luego de descargar el equipaje cada vez más maltrecho y desperdigado me dispongo a ver la biblioteca donde sobresalen libros de pintores, fotógrafos y teoría del arte y leo, de un tirón, un pequeño libro sobre Raúl Gómez Jattin mientras comemos una parte de la reserva que Orlando tiene de hormigas culonas, producto emblema de su Santander natal y entre diálogos improductivos y rompecabezas gigantes pegados detrás de las puertas y cuyos motivos son reproducciones de pinturas famosas me gana, sin contemplaciones, cuatro partidos al ajedrez que sumados a los cuatro que perdí en Lima en una tarde de ajedrez y mates donde Jaime Tranca Pérez dan la friolera de 8 a 0 en mi contra. Mirando libros de fotografías de August Sander, del colombiano Luis Ramos, de Sally Mann, libros con lo mejor de las esculturas de Ramírez Villamizar y Edgar Negret, leyendo libros, mirando cuadros y cerámicas propias de Orlando, y uno que otro cuadro de Luis Mondragón, ( quien antes de irme me regala, pegada a una hoja y enmarcada con sus palabras, una flor seca de borrachero de la cual de obtiene la escapolamina, más conocida como la burundanga ), paso cuatro días donde la única visita al centro de Popayán es para hacer unas fotos de la ciudad y llevar la moto para un service en Andina Motors, concesionaria de Honda en el Cauca donde le ajustaron las válvulas al motor y le cambiaron el aceite y un día después, cuando iba saliendo rumbo a Cali, apenas recorridos 5 kilómetros tuve que volver por un desperfecto en el cliché y los muchachos de Honda nuevamente se portaron de diez, le cambiaron la bujía y con las ganas lumbrosas emprendí mi viaje hacia el interior de Colombia, bajo un sol que de repente mutó en una cerrazón de nubes, truenos, relámpagos y agua, mucha agua, un diluvio entre el Cauca y el Valle del Cauca, zona de cañas de azúcar, calor, palmeras y motos en aluvión y cada conductor y acompañante de moto vestido con su chaleco reflectivo donde consta el número de patente, otra de las tantas formas de combatir el sicariato. Uno de los cuatro mediodías que estuve en Popayán Orlando me dice que tiene que ir a cobrar cien dólares que Iván Landinez manda a su nombre pero cuyo destino final es mi viaje, sin anuncio previo y porque huele la pobreza material en la que estoy decide mandarme el dinero con el que alivia mis días. Ivanovich, digo acá lo que te dije, algún día voy a tener descendencia sólo para que mi hija le cuente a la tuya que su padre mostró el lado más hermoso del corazón de los hombres y sin decir, sin dudar ni preguntar, sin más razón que la de sentirse parte también de este viaje le mandó cien dólares, sin porqués, porqué sí, y más allá del dinero te agradezco las palabras, en este tiempo de viaje las simples y contundentes palabras son el motor del camión Scania con el que Maradona iba a las prácticas de Boca y cuando las leo se convierten en puro aliento de parcero, en el empujón que me hace seguir, no dudar ni aun cuando la noche avanza y no tengo lugar donde dormir unas horas y la niebla me hace andar a diez por hora y ya que estoy saco la cuenta y con estos son cuatrocientos los dólares que debo, 200 a mi hermano Hernán y 100 a mi viejo. Gracias a los tres y a mi viejita los 100 que me mandó dizque me los regala. Gracias. ( Te extraño vieja ). Y extraño la posibilidad de sentirse sólo en las rutas, común en el desierto peruano, en el altiplano boliviano, en el norte argentino. En esta parte de Colombia las rutas son un fino rayón de asfalto con un leve margen para estacionar la moto donde uno se siente acorralado entre los camiones que pasan y el verde de la vegetación que amenaza con saltar encima.

Es Colombia: hay arrozales y vallenatos.













En el pueblo de Andalucía duermo en los bomberos por capricho de Javier quien se empecina, pregunta, busca y logra que me quede en la única pieza instalaciones adentro donde abundan las cuchetas. Javier es bombero orgulloso de serlo. Está en su día de descanso. Resiste en sus ojos la luz agotada de los que vivieron cosas para las que nadie nace. Vive en el cuartel y mientras me acompaña a tomar una sopa y comer pollo frito sé que calla más de lo que dice cuando habla de su pasado. Es una sensación que voy a tener frente a varias personas, es una impresión que emana de la propia Colombia: ciertas cosas del pasado mejor dejarlas ahí. A la mañana siguiente luego de que icen la bandera más para la foto que por convicción rumbeo hacia el eje cafetero. Como evité a Cali evito a Armenia y a Ibagué, grandes ciudades a las que observo desde lo alto de su cintura. Hay tantas subidas como bajadas y no sé si estoy más arriba o abajo de la altura en la que empecé a rodar el día. Los mangos cuelgan uno debajo del otro en bolsas plásticas y puestos en hileras se asemejan a esferas rojarosadas, dulces, carnosas y ágilmente deformadas, así los venden en infinidad de puestos en la ruta que me acerca a Bogotá. Sé que atravesé La Linea pasando camiones lentos y que hice tiempo en pequeños pueblos sin personalidad cuyos nombres nunca aprendí esperando que llegara la noche y con la noche llegué a Girardot. Es tierra caliente. Con la condición de que antes del cambio de guardia tengo que estar fuera el comandante de los bomberos de Girardot deja que duerma en el segundo piso donde el calor se hace sentir doble por la falta de ventiladores. Toman un poco de aire fresco en el patio del cuartel el comandante, dos bomberos rasos, el vendedor de jugo de naranjas que me regala un vaso y un hombre con rostro de mujer amorotonada o una mujer devenida en hombre pero a medias, algo humano que no se definir en los escasos minutos que estoy frente a ellos. Regulando la marcha, viajando más despacio de lo normal, fumando cigarrillos que conservo desde hace días en espera del momento propicio para fumar cigarrillos, comiendo pan y tomando un poco de agua, es decir: dejando que el tiempo corra más rápido que la Storm paso de la tierra caliente, de los alrededores de Girardot, de los hombres y mujeres calentanos a La Mesa, de la cual casi nada veo porque la lluvia y la neblina me dejan ver a lo sumo a cincuenta metros alrededor y el frío me tiene los ojos, las manos y los dientes apretados y en un momento pienso hacer lo que hacen casi todos los motociclistas, guarecerme a esperar que escampe pero evaluando mis ropas húmedas y con la esperanza de que metros más adelante la lluvia cese no detengo la marcha y así vamos los dos, la Storm y yo y la lluvia indeseable alrededor hasta pasar el basurero de Bogotá que queda como a treinta kilómetros de la capital. Luego de atravesar Fusagasugá y Siberia, nublado no: nubladísimo, un lunes que por supuesto fue feriado llegué a Cota, a la orilla occidental de Bogotá. Después, mucho después vendrían algunas horas en Bucaramanga en la casa de Jaime, después el viaje durante toda la noche por rutas casi desiertas, después la visita a Saboyá, donde los parientes de Andrea, después las caminatas con Roberto Rodriguez, - el viejo Robert – y Kent por el centro histórico, después las largas e interminables bicicleteadas diarias para vender boomerang, después el tremendo dolor de ver a Argentina eliminada del mundial, no por Argentina, ese país que es, en fin, otra abstracción de historia ambigua, presente prometedor y final incierto, sino por su técnico. Pero eso después, un tiempo después.

Hay caramelos de aguardiente: es Colombia.