lunes, 15 de noviembre de 2010

¿ Te Vienes Conmigo ?

El segundo domingo de mi estadía en Cota – Bogotá fuimos los tres a un campo en Saboyá. Fuimos es mucha gente, los tres somos la pequeña tormenta roja, Andrea y yo. Era domingo cuando salimos temprano y atravesamos Zipaquirá, Ubaté, Chiquinquirá entre otros, fue domingo cuando Argentina goleó a México y nosotros, después de almorzar, subimos, rodeados de niños – el Juan David, la Valentina, la Paula – por un camino lluvioso de hojas secas y con moras y vacas y por el que alguien cuando sube nos dice “ chao ” y cuando bajamos nos dice “ hola ” , y tuvo tiempo, caudal y luz ese domingo de junio para llegar a la noche mientras Andrea duerme abrazada a mí y el faro de la Storm ilumina la pequeña porción de universo que necesitamos para seguir regresando. Tiene esa noche una luna difusa. Sé que las apuestas dicen lo contrario pero creo que la luna sobrevivirá al sol, así como la tierra a la profecía maya y Perales a Julio Iglesias.














Días antes en un bar de La Candelaria nos habíamos rencontrado con el viejo Robert. Lo encontré en su nuevo rol de profesor de español, severo y riguroso, impartiendo clases a un estadounidense llamado Kent. Las próximas dos semanas transcurrirían entre bares, museos y la cocina del hostal donde Roberto vive. Si en los primeros encuentros las charlas giraban sobre el Mundial, la política, nuevos relatos basados en los recuerdos de la vida en Bucaramanga, su vida en Bielorrusia, las mujeres, la música y todas las ramificaciones posibles de esos temas, - en idioma español cuando la conversa era entre Roberto y yo, en español con acotaciones en inglés cuando Kent se sumaba y hasta en ruso cuando Kent trastabillaba en su español y Roberto se cansaba del rol de profesor -, al final todas las charlas y los paseos se reducirían al gastronómico. La juntada comenzaba con un: “ ¿ que almorzamos hoy, Lucas ? ” y terminaba a eso de las siete de la noche cuando después de caminar por las estrechas calles del barrio más colonial que aún conserva la capital colombiana tomábamos café del bueno y consumíamos cigarros mientras Roberto le impartía clases callejeras de español a Kent y yo retornaba a Cota a bordo del TransMilenio. En el museo Botero, museo creado a partir de obras del propio pintor y de su colección personal vemos pinturas de Toulouse – Lautrec, de Renoir, de Chagall, de Giorgio De Chirico, de Ernst, esculturas de Dalí y de Botero, - quizás lo mejor del museo -, y un horrible cuadro de Pablo Picasso. Prueba ese cuadro una rara cualidad de todo genio exuberante: la innata y maravillosa capacidad de convertir la mierda en oro, y el oro en mierda.






































Característica propia y repetida de toda capital de país, Bogotá es destino final de colombianos de diferentes regiones: negros azulados de la costa pacífica y negros amarronados de la costa atlántica, aborígenes del este colombiano, selva adentro, impenetrable, llegados con el rótulo de “ desplazados ” por la violencia guerrillera y/o paramilitar, estudiantes del Valle, caldenses, calentanos, guajiros que no acostumbran su termostato al “ frío ” bogotano, paisas orgullosos de su fama de comerciantes, pastusos con fama de lentos y costeños que hacen honor a su fama de vagos, todos iluminados por el opaco brillar del anonimato ciudadano que esta ciudad de ocho millones de habitantes agiganta hasta la invisibilidad. Cristian es uno de ellos, hace tres años vino desde Cartagena con el grupo musical de su primo y a la hora de volver decidió quedarse. Vende discos compactos, dibujos de rock y reproducciones de Guayasamín que el mismo pinta en el puente de la calle 26 con séptima donde llego a vender mis boomerangs. Cuando tenía 18 años viajó desde las costas del Chocó de polizonte en un barco mercante hasta una playa de El Salvador. Iba en busca de su padre de quien le había llegado el dato de que estaba en Guatemala. Con una muda de ropa, sin pasaporte y casi sin plata trabajó en la cosecha del algodón para pagarse el viaje de vuelta. Cuando uno de sus compañeros de viaje le dijo que seguía hacia los EEUU supo que el regreso lo debía hacer solo. No le interesan los iuanastesteis ( Copani dixit ) sino Brasil y Argentina, y de Argentina Tucumán, no sé por qué y creo que él tampoco lo sabe, quizás por cómo suena la palabra o porque le digo que Tucumán tiene un parecido geográfico y poblacional con Bucaramanga, ciudad donde vivió, vive su abuela y de donde conserva dos cicatrices de puñaladas que muestra con algo de orgullo y algo de inconsciencia. Antes trabajó de raspachín en el Caquetá. Cuando le digo que me acompañe a comprar una lámina de plástico con la que hago los boomerang ya está en camino pero antes dice que vamos a pasar por la “ L ”, un rincón del submundo bogotano a unas cinco cuadras de la Plaza Bolívar y del palacio Presidencial y a 100 metros de un cuartel militar, una feria improvisada con la urgencia de lo marginal, sucesión rápida de puestos con techos de plástico negro que ocupa casi una manzana y donde se vende droga, - marihuana y basuco sobre todo – y si uno escarba un poco puede comprar el arma de fuego que esté buscando con la misma naturalidad con que los puesteros del mercado de Palo Quemado venden plátanos y yuca, a pocas cuadras de allí. En los mismos puestos, sentados sobre unos rotosos sofás el comprador puede probar in-situ la calidad de la mercadería que compra, al lado, también sentado pero sobre un banquito de madera mugrosa, con una palangana sobre sus rodillas llena de marihuana, el dueño del puesto limpia de semillas y fracciona en bolsitas transparentes el equivalente a dos dólares de la misma. Reemplaza la “ L ” al mítico “ cartucho ”, histórico expendio de drogas hasta que fueron usadas algunas de sus casas como trampolín para los cilindros explosivos de las FARC el día que Uribe asumía su primer período presidencial. Tiempo después el “ cartucho ” fue borrado del mapa, en su lugar hay una plazoleta casi siempre vacía, según Cristian por la energía oscura que aún se siente al estar allí. Difícil imaginar una energía más oscura que la que se respira en la “ L “, también llamado el “ Bronx ” de Bogotá. A la entrada, sobre la misma calle, los dos primeros puestos venden bicicletas y algún que otro electrodoméstico, todos usados, algunos rotos. A medida que uno va entrando los puestos van degradando la calidad de su mercadería. Zapatos ajados, repuestos inútiles, muchos cuchillos, algún machete oxidado, púas, cucharas y pipas hechas artesanalmente. Tirados en el piso, algunos casi desnudos, durmiendo, sentados y con la mirada en trance, arrastrando los pies, buscando monedas o algún resto de cigarros, jóvenes y viejos, con el último rastro de lucidez, miran desde la no – humanidad que los vuelve desechos andantes.












Semanas antes de agotar los sesenta días que Migración y Aduana me dieron en la frontera con Ecuador y luego de evaluar ventajas y desventajas de pedir una prórroga en Bogotá o pedirla en la frontera más próxima, ( indecisión que me hizo andar toda una mañana y más de cien kilómetros por las calles de Bogotá, perdido, buscando en el centro de la ciudad una sucursal de Migraciones que queda en el norte y buscando en el norte una oficina de Aduana que queda en el aeropuerto ), me decido y salgo un lunes a las diez de la mañana hacia Cúcuta. Fue uno de esos días donde la existencia del sol la regulan las nubes y éstas parecen vacas flacas sin nada en ellas que amenacen lluvias. Bogotá tiene un clima casi perfecto para mi gusto climático. El casi le corresponde a la cuota de lluvia que este año, en particular, se ha hecho presente en las dos estaciones: invierno y verano. La temperatura ronda los 20 grados, a veces baja hasta los quince y otras sube hasta los veintiséis. A pesar de ser lunes el tránsito de camiones es poco y todo conspira para que la pequeña tormenta roja, a la que aún le debo el service, tenga un andar de púa sobre disco de vinilo cuando la voz de Ismael Rivera golpea a tiempo en el tímpano del mundo. Lo demás es intercambiar kilómetros por minutos a precio justo teniendo en cuenta que la parte de ruta que le corresponde a la bajada es por la que voy. Dentro del género humano me siento cómodo entre los que ha falta de futuro les sobra tiempo. Yo, de niño, intercambié, en el patio de la Ponciano Vivanco, con no me acuerdo quien, la figurita de mi porvenir por la de su tiempo. Salí hecho. No conocí las derrotas que trastocan para siempre el punto de apoyo de una existencia ni supe de victorias que al rostro de lo eterno le pongan las máscaras de la gloria. Vivo como viajo: sin por qué. Haber leído a García Márquez me tiene en estas rutas. Ser el hijo de la Ester y el Manuel, de su perseverancia y nobleza, me tiene en este vilo. Yo le adivino, en la distancia, las dudas a la Andrea. Que nuestros caminos paralelos se hayan cruzado me tiene en estas pacientes voluntades. No hay tembladeral en mis asfaltos. El asfalto de la ruta hacia Bucaramanga no puede decir lo mismo, varias hondonadas confirman lo que metros antes anuncian los carteles: fallas geológicas existiendo en el planeta millones de años antes de que mis bisabuelos concibieran a sus hijos: el Demetrio y la Juana, la Elena y el Mariano.



Cruzo las puertas del Cañon del Chicamocha rato antes de que caiga el sol. Más curvas las curvas, más bajadas las bajadas. “ Ah, el placer de vivir sin futuro ” dice Bart cada vez que reveo ese capítulo de Los Simpsons. No tiene gravedad el cuerpo de luz que media entre las últimas iluminaciones y la oscuridad entrante. El sonido de la noche prevalece al trance que desde minutos antes lo inunda todo, sea naturaleza y no, sea asfalto y no. Mi espíritu es uno con el de la pequeña tormenta roja y se manifiesta andando. Por el ruido que producen sus motores adivino el esfuerzo titánico con que los camiones suben la cuesta mucho antes de tenerlos, por unos segundos, delante de mí, luego los paso. Porque a la mitad del equipaje lo dejo en Cota y porque desde que salí de Bogotá estoy 2000 metros más próximo al centro de la tierra la Storm renueva su potencia, pide ruta y mi mano derecha, girando el acelerador, le corresponde. Tardo en llegar a la capital santandereana lo que tarda cualquier bus de transporte. Un buen promedio. Todos escuchamos decir a Sabina: “ al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver ” pero Bucaramanga fue, 13 años atrás, mi falla geológica. Mucho antes de que yo llegara a esta ciudad, esta ciudad ya incubaba su tiempo en mí. En Bucaramanga fui todo lo bueno y lo tonto y lo hermoso que se puede ser a los 22 años. Yo tuve un amigo que el devenir del tiempo convirtió en hermano. Y fui joven y viví sin dinero y me sobró el amor. Quizás por respeto a aquella vida y porque algo de verdad le asiste a las palabras de Sabina sólo me quedo 12 horas, en la casa de Jaime, amigo de Landinez, quien me pasa su número de teléfono y al que llamo desde San Gil. Desde que le hizo caso a su pasión estudia música y por la música viajó a Chile. Está seguro del camino que ha tomado y por la forma en que cuenta su viaje al sur no hay grieta en el relato de sus planes por donde pueda colarse una duda. Después de dormir el sueño que me repara totalmente de las casi diez horas de rodar del día anterior salgo hacia Cúcuta acompañado unas cuadras por Jaime en moto. En lo alto, trepando las calles del barrio Morrorico veo a la ciudad de los parques desde un improvisado mirador y suturo con cinta adhesiva el pantalón que fue impermeable durante el primer mes de viaje y ahora sólo sirve como paraguas de efecto más psicológico que práctico. Cuarenta kilómetros adelante, llegando al páramo de Berlín, el calor bumangués será un recuerdo casi extinto debajo de las ropas y el frío hará necesario otro pullover, campera, doble par de guantes y bolsas plásticas en los pies para que la llovizna no humedezca aún más las zapatillas. En el cambio de clima está explícito el cambio de paisaje. El ruido unánime de los pájaros crea un techo sonoro que soporta su peso en las paredes verdes de las hojas gigantes y los altos helechos: eso 40 kilómetros atrás porque acá, a los 3000 metros sobre el nivel del mar la vegetación escasea como las ideas que proponen algo diferente al rotundo neoliberalismo que en Colombia anula todo posible debate. No se discute política en la superficie de este país. Para esa ausencia de propuestas colaboraron ambas radicalizaciones: la de Uribe / Santos y la de las Farc / ELN. Cualquier opinión contraria a la de estos bandos criminales es considerada opinión enemiga, con alta posibilidad de ser eliminada. La continua muerte violenta de cientos de dirigentes sociales hace de la práctica política de base una vocación de alto riesgo. Bajando del páramo un puñado de autos y motos esperan que liberen el tránsito. Dos horas antes una pala mecánica rodó por la montaña y ahora los bomberos buscan la manera de subir la camilla con el cuerpo de quien la manejaba. Arriba, los vendedores de tinto y agua aromática, rápidamente llegados desde Berlín, le sacan provecho a la desgracia. Que se quedó dormido, que calculó mal el movimiento, que se confió de la solidez del terreno, todas las especulaciones son dichas en voz baja, como si el destinatario pudiera oírlas y refutarlas. Tumbada, en un descanso de la montaña, la máquina amarilla parece un tumor nacido sobre lo verde. A lo lejos alguien grita anunciando que van a liberar el camino y las motos primerean. De tejas oscurecidas son los techos de Pamplona. Y de calles deshabitadas las horas de su siesta. Sin señas ni palabras de por medio juego carreritas con otra moto y un camión. Ellos lo saben cuando me les adelanto en lo cerrado de una curva y lo sé cuando aprovechan lo largo de una recta para pasarme nuevamente.















En los días previos a mi viaje a la frontera colombo venezolana el gobierno de Chávez vuelve a romper relaciones con el gobierno colombiano, luego de que éste, en una reunión de la OEA, presentara documentos fotográficos como prueba de que las Farc levantan campamentos en territorios venezolanos. ¿ Exagera Chávez cuando, en la explanada de la casa de gobierno y con Maradona al lado anuncia el retiro de su embajador y ordena a sus tropas estar en “ alerta máxima ” en la frontera común ante una posible agresión de Colombia o sobreactúa Uribe en sus últimos días de su gobierno híper - guerrerista que incluyó el bombardeo de territorio ecuatoriano y centenares de “ falsos positivos ”: civiles asesinados por el ejército en base a pruebas falsas para inflar estadística en la guerra contra la guerrilla ? Lo de campamentos guerrilleros, ( incluido monumento a Tirofijo en uno de ellos ), en territorio venezolano es un hecho comprobado desde antes de que Chávez llegue al gobierno. Lo saben y lo hacen saber desde gobernadores, alcaldes y curas hasta desclasados de todas las ciudades y pueblos venezolanos que están en áreas de influencia de las Farc y el ELN. Para lo que no hay comprobación efectiva es el rumor que circula y escucho en una de las radios bogotanas con mayor frecuencia ( a la que si no le cabe el adjetivo de “ oficialista ” a años luz está de ser “ anti-oficialista ” ): la visita que Hillary Clinton, secretaria de estado de los EEUU, realiza en junio de este año no es para despedir con honores y gratitud al gobierno uribista, sino para dejar tajantemente en claro que la potencia del norte no acompañará ninguna aventura belicista de Colombia contra Venezuela. Pero la denuncia de Uribe retrucada por el alerta de Chávez parece tener, por estos lados donde los dos países se tocan, una reacción contraria a la disputa. El ambiente fronterizo tiene latidos calmos como el río que divide Cúcuta de San Antonio. El único efecto previsible se da en el plano económico con una mengua del intercambio comercial. No hay signos en el micro-clima fronterizo de la reyerta verbal dada en la macro-política. “ Todo igual, tranquilo, como siempre ” dice, encoge los hombros y hace una mueca de puro aburrimiento el soldado veneco al que le pregunto qué ha cambiado desde esta nueva ruptura. Con el papel de la aduana que le da salida a la moto y el pasaporte sellado donde consta la mía voy a migración venezolana. No me demoro más de tres minutos. Pago 10 dólares y con una diferencia de siete segundos marcan entrada y salida. Vuelvo con la moto a la oficina migratoria colombiana. “ Tú en que vueltas andas ” pregunta y ríe como queriendo entablar una complicidad que precipite mi confesión el funcionario del DAS mientras abre otra vez el pasaporte, revisa fecha en el sello y marca una nueva entrada. Cuando compruebo el número 90 al lado de la palabra “ días ” sé que el plan de pedir prórroga en Cúcuta está saliendo perfecto. Nika Carvajal apoya su brazo sobre el guardabarro del camión verde eléctrico que desentona y por eso encaja perfecto entre las camionetas y camiones rojos. Rojos porque son bomberos como Nika Carvajal. Con tres meses de legalidad en la hoja 15 del pasaporte y la mitad del propósito cumplido busco en Cúcuta el cuartel de bomberos. Nika habla sobre los camiones con alegría de niño con juguete nuevo. Tiene un perro que se llama Lukas porque Lucas, en Colombia, es nombre para perros. Amanece, luego acomodo sobre la Storm mis pocos pertrechos, entre ellos la carpa que armé, en más de 150 días de viaje, tres, cuatro veces. Con bomberos como los de Cúcuta la carpa se vuelve un elemento superfluo. La otra mitad del trámite que me trajo a la frontera la hago en la aduana. A como van llegando se van enfilando los autos de patente venezolana que buscan permiso para adentrarse en Colombia. Llego entre los últimos pero el tuerto que oficia de intermediario hace que estacione primero. Pasado el mediodía, con la endeble y tranquilizadora legalidad que otorga un sello y el tanque lleno de combustible fronterizo – comprado a mitad de precio de lo que se consigue en las gasolineras del interior colombiano – y 12 litros más en las alforjas, giro la moto que hasta ese momento miraba hacia el noreste y acelero camino al sur, a la casa en la orilla bogotana, al cuerpo de la Andrea, a continuar revisitando los clásicos del cine, al bullicio del aceite donde se frita el plátano y en lo alto del árbol los tomates que maduran y a los que cortamos de noche.













Un paisaje feliz no necesita de muchos elementos. Puede estar hecho de rocas solamente, o de cebollas verdes creciendo en las planicies. Un paisaje feliz es el que encuentro más allá del páramo y antes de Bucaramanga. Está hecho de nubes. Comienza a pocos metros del borde donde me paro y termina, sin deshilacharse, en las montañas del frente. Hay fotos y palabras: lo dicen a medias, lo muestran inconcluso. No es apuro lo que me decide a viajar de noche. Es otra de las cosas que, al comenzar el viaje, sabía que en algún momento iba a suceder. Había recorrido pequeños tramos, 30, 40 kilómetros, en el norte argentino, ( cuando a ochenta por hora un pájaro rozó, en su aletear, el casco ), en el norte ecuatoriano, en el sur de Colombia, pero nunca, como ahora, toda la noche sobra la ruta que me regresa. Cuando a lo oscuro se le suma la lluvia no desaprovecho la gasolinera, una isla de tubos fluorescentes, a la entrada del pueblo Confines. Los panes que compré en San Gil combinan perfecto con los cafés que me brinda Miguel. Ya está acostumbrado a trabajar de madrugada. Fue ciclista y ahora juega fútbol en el equipo de la gasolinera, en el campeonato que reúne a negocios y empresas de la zona. De salir campeones ellos se quedan con la gloria y el patrón con los premios. “ Es que él nos compra las camisetas y paga la inscripción ”. Agotados los temas deportivos, los panes y los tintos y con la ruta casi seca vuelvo a rodar en la noche, en su silencio que es atravesado, estilete sonoro, por el motor de la Storm, silbante, necesitado de un ajuste de válvulas, mientras los frenos, al límite de la fatiga de materiales, responden cuando los exijo en las curvas. El sueño obliga, en la última hora de la madrugada, estirar las piernas, caminar un par de metros, arremolinar los brazos, tomar otro café, comer una almojábana. De los siete días que calculé para ir, fronterizar y volver, utilizo cuatro. La luz nueva dibuja arbolitos sobre la montaña: a sus pies Cota despierta.



















Descanso un día. El viernes retomo los boomerangs, mi sustento – su venta, en el séptimazo: cuadras y cuadras de vendedores que cubren la calle de paños y sobre ellos todos los productos que el cerebro más chato y comercial pueda imaginar. Y a veces se vende. Y a veces no. La vida bogotana. Roberto consigue empleo, ejerce su profesión de doctor. Un mes después renuncia: demasiado trabajo, entonces regresa a ser el ´bon vivant ´ que yo quiero ser cuando sea grande. Kent tiene una novia y la novia sus problemas. Cuando se cansa de alguna de las dos viaja por Sudamérica, evalúa y saca conclusiones híper estadounidenses, erróneas y simplistas, acerca de la realidad latinoamericana. Luego vuelve, y luego se vuelve a ir. Cristian quiere irse. Regresar a Cartagena, al mar, al sancocho de pescado, a tocar la tumbadora, a la aguapanela de su abuelo. Pero no quiere llegar sin un peso. Se propone juntar 200.000, entonces volverá. Creé y espera la época navideña para conseguirlos. Sigue en el puente. O en la 19, con sus discos compactos, sus dibujos de rock, sus reproducciones de Guayasamín. Una vez por semana vuelve a la “ L ”. Y la lluvia. Y la bicicleta. No sé qué parte de esta monotonía preñará de luces al viaje por venir. También de dulce quietud y amarga estancia se hace el movimiento. Quizás que si mi fe fuera monolítica, absoluta, estarían de más, pero hay un par de cosas necesarias para viajar: curiosidad por lo que hay más allá de esa curva, una pulsión de creerse infinito retumbando en los nervios, algo de inocencia siempre, siempre un dolor por el dolor causado y un poco de alegría sin razón, o porque cuando le pregunto: “ ¿ te vienes conmigo ? ” me dice que “ sí ”. Y la inconciencia: ese saberse infinito y mortal y aún así ponerse a prueba. Y el dinero.

En fin, ahora trabajo en un billar.