domingo, 27 de marzo de 2011

Ir Volviendo





Ir volviendo. De Venezuela y de Colombia. De Ecuador y de Perú. De Bolivia y de Chile. Ir volviendo. Ir para volver. Si tendría que resumir lo que va de viaje es simple: salí por la calle Maestro Vidal hacia el norte, llegué a Jujuy, doblé a la izquierda, cuando llegué al Pacífico doblé a la derecha y seguí hacia el norte. Seis meses en Bogotá, luego otra vez hacia el norte, en diagonal, de donde venía olor a caribe, un olor reconocible a dos mil kilómetros de distancia, cuando llegamos al borde del mar sacamos boleto en la clase turista del barco que va hacia Margarita. Cuando bajamos del barco, en el viaje de regreso hacia el continente montamos la moto que, al andar, aún conserva algo de su sonido original y comenzamos a viajar hacia el sur. Ir volviendo. Salí solo y vuelvo acompañado. No lo creo injusto. Si hay una fuga que sea hacia delante. Estas maravillas son maravillas al cuadrado cuando cuatro ojos las miran y dos bocas las comentan. Entramos a Brasil. Ni con ni sin expectativas. Puestos a escoger entre las remotas posibilidades elegimos esta: hacer 300 kilómetros por día, llegar al puerto de Manaos quince minutos antes de que el barco zarpe a Belém, conseguir combustible brasilero a precio venezolano, milagros, milagros que no ocurrieron. Estábamos advertidos pero el mazazo igual fue descomunal: pasamos de pagar centavos de bolívares en Venezuela a casi dos dólares en Brasil por un litro de gasolina. Entramos perdiendo dos a cero y no iban cinco minutos de partido, pero había que seguir jugando. Nunca olvidamos que somos los clasificados en el último segundo, haber llegado hasta acá es más de lo esperado, si lo pienso haber llegado con una 125 hasta Colombia fué más de lo planeado, y ya cruzamos la frontera veneco – brasilera, con un cargamento de ropa, algunos boomerang, dos litros de aceite lubricante y los demás pertrechos que sumados nos dan para una mudanza de conventillo entero. Pero no es flete ni mudanza nuestro viaje, es sólo andar por andar nomás, gastarnos piel, pupila, tabique y ombligo.




















Bajas son las alturas del aire en Brasil. Por un momento pensamos armar carpa en un pastizal seco y alto pero Tres Corazones apareció minutos antes de que el sol desapareciera de todos los caminos y en nuestro nulo portugués le preguntamos a la abuela de los niños que luego nos regalarían un dibujo si nos permitía acampar frente a la puerta de su despensa – restaurante y nos dijo que sí o eso es lo que preferimos entender. Ventajas que da la desventaja de no ‘ falar ’ portugués. Y armamos carpa. Y vimos a las vecinas acercarse al televisor del restaurante a ver la novela y reforzamos el cobertor de la carpa con los trajes de lluvia advertidos y medio preocupados por una sucesión de relámpagos que venían del sur oeste, hacia donde seguimos camino, adentrándonos en este país continente, interminable, inagotable, y de los 300 kilómetros diarios que planeamos hacíamos a lo sumo 180 ya por los pozos, ya porque el calor de la siesta derretía su fuego sobre el motor. Entonces vinieron una sucesión de noches durmiendo en estaciones de servicios, porque, tal como lo sospechábamos, los bomberos de Brasil no son venezolanos, ni colombianos ni peruanos ni ecuatorianos, así que siempre encontraron una excusa para no dejarnos acampar en su territorio. Y de tantos pozos en el camino de ripio y de tan floja que estaba la cadena pasó lo inevitable, lo que era justicia que aconteciera: la moto se ‘ rompió ’, en realidad se le salió la cadena, pequeño detalle que pude solucionar no sin antes cinchar bastante y transpirar más de una gota para desajustar la tuerca maestra. Estaba decidido a esperar que pase otro motociclista y pedirle ayuda para poner la cadena pero una voz interna muy parecida a la vergüenza me ordenó ejecutar el arreglo sin demora, más sabiendo que el próximo pueblo estaba a 70 kilómetros, eso según el guarda de un colectivo de pasajeros que se ofreció a llevarnos a comprar el repuesto que hiciera falta. En fin, que me ensucié un poco las manos y veinte minutos después estábamos esquivando algunos y brincando sobre otros pozos, mitad orgulloso y mitad avergonzado de haber ‘ arreglado ’ la moto sin ayuda de nadie. Es Brasil pero ¿ por qué no es tan verde como imaginábamos la selva tropical ni se nos cruza una serpiente si es Brasil ? Es selva tropical hasta antes de llegar a Boa Vista porque en Boa Vista la sabana de vegetación baja, el ‘ lavrado ’, acuéstase para que nosotros por ella andemos.
















Yo sé que Andrea lloró abrazada a mí cuando nos fuimos de la casa del Francisco y la Antonia, porque yo también lloré. Íbamos volviendo, como ya lo dije, porque desde que salimos de la Isla de Margarita estamos volviendo, como un boomerang que llegado a mitad de su recorrido comienza a devolverse, cuando nos paramos a descansar la cintura de Andrea y mis costillas, mis cervicales inflamadas y su rodilla que le viene doliendo desde la húmeda Saboya, a un costado de la ruta nacional 174 que es la ruta por la que transitamos desde que estamos en Brasil. Nos llamó, unos minutos después que paramos y luego de tomarse el tiempo necesario para relojearnos, entre los ladridos de su perro, y cuando este dejó de ladrar fuimos, con el bolso del mate, y dejamos la moto parada a un costado de la ruta, bajo el techito de un parador de bus. Descansando él también, no del trabajo de esa mañana, más bien descansando de todo el trabajo acumulado durante su vida, y preguntaba y se reía y sin ninguna presentación previa le dijo a Antonia que sirviera sopa de pescado y nosotros pusimos el pan y comieron el pan con la misma alegría con que tomamos la sopa, entonces llegó el vecino de la casa que está al otro lado de la ruta, Grandismundo, aunque en realidad no se llama Grandismundo pero esa es la palabra que más se acerca al sonido que de su nombre quedó en mis oídos. Carajo, que hermosa comunión humana ! Grandismundo nos lleva a su casa, a ver los tapires mansos, y nos invita café y nos cuenta que hasta no hace mucho de todo había en esa cocina precaria, y comemos chontaduro que por estos lados se llama pupuña y le adivino a Andrea su pensamiento porque es reflejo del mío: “ ¿ nos quedamos un día ? ”. Del otro lado de la ruta los hijos y nietos de Francisco hacen ronda, preguntan, fuman y contestan con aproximaciones algunas inquietudes de distancias. Francisco se va a dormir la siesta después de mostrarnos, orgulloso como un niño, sus animales. Nos dio un manojo de caramelos Grandismundo para el camino. Quería que nos quedáramos, nos fuimos diciendo adiós con el último recurso que tiene el idioma humano: llorando.








Ivonette dibujó flores en sus uñas pintadas de negro. Junto a Adriano trabaja en el restaurante – parador en el que pasaremos la noche. Sabe suficiente español como para servir de traductora cuando Adriano lee los escritos del viaje y un libro de cuentos de un autor venezolano. Viven en el pueblo que está a dos kilómetros, Vila Jundiá, y en el que no nos decidimos levantar campamento, entonces llegamos al parador a esperar que amanezca y atravesar en la mañana el territorio indígena Waimiri Atroari. Aldemar trabaja en la reconstrucción de la ruta. Nos pregunta de donde venimos y por qué venimos de donde venimos y cuándo pensamos llegar al lugar hacia el que vamos, insiste en saber la fecha de nuestra arribo a destino porque promete hablarnos por teléfono para saber qué fue de nosotros, al otro día, atravesando el territorio de los Waimiri Atroari, nos lo habremos de cruzar en uno de los innumerables tramos de la ruta que está en reparaciones. El cartel pide, para los próximos 125 kilómetros, no arrojar basura, no atropellar animales, no parar y evitar sacar fotografías y filmar. El cartel tiene una fecha y el número de un decreto. Los Waimiri Atroari agradecen y desean buen viaje. Tienen fama de guerreros, de ser impiadosos con el hombre blanco, de no tener trato ni querer tenerlo con nadie que represente o se le parezca a los que no hace mucho tiempo, en nombre del progreso que da la apertura de una ruta o la construcción de una hidroeléctrica, invadieron e inundaron sus territorios. Hubo, a finales de la década del ochenta, enfrentamientos entre los indígenas y el ejército brasilero. Y hubo muertos, muchos, la mayoría indígenas. En todo le cumplimos al cartel, salvo en lo de no atropellar animales. Le pasamos por encima a una larga víbora verde, cuando volvimos a ver si la habíamos matado ya no estaba. Apenas salimos de la tierra de los Waimiri, 125 kilómetros al sur del parador y el cartel, orinamos, comemos y descansamos.










Se ondula la ruta que lleva a Manaos. El verde asedia, siempre. La lluvia amenaza. Llegamos a Presidente Figueiredo. Preguntamos por el camping, de tan cerca que lo tenemos no lo logramos ver. Otra caída en una calle barrosa y el sostén de plástico del faro de la moto se termina de quebrar. Con la noche encima, en medio de una calle de tierra, húmedos, levantando la moto y sin saber donde acampar maldije al viaje y a la idea primaria que, desarrollada, me había puesto en ese lugar. A punto de seguir viaje hacia otra ciudad encontramos el camping y a la carpa la armamos dentro de un restaurante a medio abandonar. Suena linda la lluvia tropical con nosotros bajo techo. De haber llegado más temprano hubiéramos hecho camping en la zona destinada a las carpas, pero las idas y vueltas por el pueblo, el ajuste de la cadena, la compra del pan para el mate de la cena y las preguntas que nos llevaron de un lugar a otro sin dar con el lugar exacto hicieron que llegáramos de noche y que por llegar de noche y parar en el lugar indicado y en el momento justo diéramos con quien nos dejó acampar bajo el techo fornido de un restaurante en desuso. A la hora señalada, pero ¿ por quién ? ¿ el que señala la hora precisa para que cuando lleguemos todo se acomode a nuestra conveniencia es el mismo que nos demora en el camino con el júbilo original de Antonia y Francisco ? ¿ Quién nos privilegia con la humanidad de Grandismundo ? ¿ Quién organiza las piezas de modo que a la tristeza de no habernos quedado a pasar la noche en lo de Francisco la consuele la alegría primera de Ivonette y Adriano, o la curiosidad infantil de Aldemar ? no sabemos quién o qué, pero se le agradece.






A Manaos la vimos con ojos cansados. Desde un barco en el que dormiríamos los próximos siete días. Llegamos y no bien llegamos preguntamos por el puerto desde donde salen los barcos, porque en esta época del año, época de lluvias, de Manaos se sale y a Manaos se entra por agua o aire, pero no por tierra. A las playas blancas y al agua verdiclara de la costa atlántica la descartamos de nuestra hoja de ruta mucho antes de llegar al puerto, no nos da el presupuesto de nuestra economía viajera que viene a los tumbos desde que entramos a Brasil. Buscamos una ruta alternativa, hay barcos que salen hacia el sur navegando el río Madeiras hasta donde el río se deja navegar: Porto Velho. En el regateo, buscando cerrar números, gastamos más tiempo que cargando la moto al barco. Colgadas las hamacas, ovillando la paciencia y dejando que se desoville para empezar otra vez con el tenue ritual de la espera nos dispusimos a pasar las próximas 72 horas. Fue sábado en las aceitosas aguas del río Negro. Caminamos. Buscamos el centro de la ciudad y en su centro el teatro Amazonas, el esplendor arquitectónico que dejó la bonanza económica del caucho, a finales del siglo XIX. Al teatro lo encontramos en el mismo lugar en el que ha estado los últimos 115 años pero el esplendor se fue hace tiempo. Y se fue no sólo del teatro sino de toda la ciudad, o al menos de la porción que caminamos. Habíamos escuchado tanto de esta Manaos levantada en plena selva tropical y de sus épocas doradas que cuando la pasamos a limpio por el colador de nuestros ojos solo nos queda admitir que llegamos ochenta años tarde, ahora Manaos es otra típica ciudad sudamericana, agradable, con ese agite propio de las urbes que superan largamente el millón de habitantes, siempre alerta y a punto de darte la caricia o el zarpazo. Las esculturas de Felipe Lettersten pudieron lo que no pudieron el ido esplendor del teatro ni su cúpula recubierta por 60000 redondeles de cerámica esmaltada: poner sobre nuestra pequeña rutina de los que esperan arriba de un barco el acontecimiento que produce encontrar la belleza. Felipe Lettersten es un escultor sueco que encontró en estas figuras de arcilla una de las formas de la inmortalidad. Se valió de los aborígenes amazónicos peruanos con los que convivió. En estas habitaciones del edifico en el que hasta hace unos años funcionaban los tribunales de justicia la praxis de la muerte común, la corrosiva, la insulsa, sufre una pequeña alteración, no puede con esta arcilla que regresa potenciada a los ojos que se posan en los suyos. Volvimos al barco. A las hamacas colgadas de los rieles de madera que atraviesan el techo. A esperar el todo que para nosotros y en nuestro estado son los días que faltan para que el barco llene sus depósitos de mercaderías, inunde todo espacio disponible con la humanidad de los viajeros que van hacia el sur, en tránsito, como parturientas en sus últimos días, ansiosos, contentos y expectantes.






miércoles, 9 de marzo de 2011

La Cueva, Las Caídas, Los Tepuyes

Bienaventurados los que reciben a los viajeros en sus casas porque se quedan con pedacitos del corazón de los que pasan. Y dichosos nosotros, los viajeros, los que apenas llegados a Cumaná cambiamos de planes y terminamos a la entrada del Parque Nacional Mochima, durmiendo en una oficina del pequeño cuartel de bomberos, escuchando a Rubén quien al otro día rinde su último exámen, el que lo hará bombero profesional, su vocación.

No resiste planificación alguna este viaje. En la biblioteca de Paraguachí se nos revela la Cueva del Guácharo. Hacia allá vamos la mañana lluviosa en que se nos acerca Richard en su motocicleta china japonizada. Nos sugiere, mientras lubrica la cadena de mi moto, esperar, esperarlo un día y juntos ir a la cueva. Una hora después, cuando me sienta como un campeón que busca explicaciones a una derrota inesperada, lamentaré, lamentaremos no haberle hecho caso. Es de curvas y de un asfalto que cuando llueve se vuelve pista de patinaje el tramo de ruta en el que, con diferencia de diez minutos, nos caemos dos veces la misma mañana. Casi de paso de baile, visualmente bella, sincronizada, como un compás la moto dibuja un giro y nos desparrama, culpa de la combinación de una mancha de aceite, un charquito de agua y una frenada leve antes de llegar a un lomo de burro o policía acostado, como le dicen en Venezuela. Así fue la primer caída y ahora que le pregunto a Andrea algunos detalles caemos en la cuenta de que la extrañamos. A la caída, y a Venezuela también. Ningún raspón la moto, ningún raspón nosotros. Tres minutos después, repuestos del cimbronazo, reemprendemos el andar detrás de otra moto que se nos ofrece de guía. Porque iba, para mi gusto, demasiado lento, la paso en una curva y dos curvas más allá, a la escasa velocidad de 40 por hora, latiga la lluvia sobre el manubrio de la moto, zigzagueamos, derrapamos y caemos, bastante ruidosa y aparatosamente, como un ropero del camión de una mudanza, varios metros, una secuencia violenta que no dura más de cinco segundos, lo suficiente para que toda la confianza que más de 17000 kilómetros recorridos habían dejado en mi ‘ yo motociclista ’ se esfumara apenas me levanto y veo en los ojos de Andrea una puteada que no me grita y otra que tampoco me dice, a pesar de las ganas y de que me la merecía, el hombre de la moto al que yo debía seguir porque era el conocedor de esas curvas. Cuando ato con una soga la carcaza que sostiene el faro de la luz y arranco, tengo la sensación de haber olvidado hasta el modo de acelerar. Fue una caída inesperada y por inesperada no sé como asumirla, procesarla. Como al campeón que en un cruce de guantes lo noquea su sparring. Cuando paramos a que acabe la lluvia, tomar unos mates y replantear el recorrido para lo que queda de luz en el día nos acordamos de Richard y su propuesta de aplazar unas horas el viaje. De otras caídas, muchas más leves, ya hablaban las alforjas a través de sus raspones. Allá en Lima, hace varios meses, una tarde de ajedrez y mates, Jaime Tranca Pérez me regaló, entre otras cosas, dos calcomanías. Es editor, Jaime, y escribe, y porque escribe y es editor publica una revista, Literalgia, allá en Lima, donde lo conocí, al comienzo de este viaje, cuando hice contacto con escritores, editores y afines, de los que aún no he hablado, me debo esas líneas porque la escritura no me brota fácil. Un poema del español Leopoldo María Panero en una calcomanía y uno de Octavio Paz en la otra. En una alforja pegué la de Panero y en la caja negra que iba sobre la parrilla la de Paz. Y vinieron las lluvias y muchos más kilómetros y también las caídas. Sé que a estas horas mientras escribo palabras fútiles y desteñidas Leopoldo María Panero continúa agonizando su locura en un hospital de España. Resiste, Panero. Sus poemas están hechos con los sedimentos que quedan cuando no quedan ni gritos. Son como duros cascotes que acarician la carne. Así era el escrito de Panero que pegué en la alforja, resistió miles de litros de lluvia, algunas caídas, el polvo de los caminos, la quietud de los meses bogotanos. Se necesitaron varios metros de asfalto para arrancar de cuajo esas palabras. Las palabritas de Paz, Octavio, mexicano pulcro y refinado aguantaron dos semanas, una lluvia. No me duele la caída ni los raspones en el espejo, ni que la carcaza que sostiene el faro de la luz necesite de una soga para sostenerse en su lugar, lo que me duele es el poema de Panero, su ausencia en la alforja.



En un día como hoy, hace 130 millones de años, los últimos martillazos rojos dados sobre el atardecer se enturbiaron por la sombra de una forma no definida. Los restos de un antiguo mar abandonaban este reducto. El vacío entonces comenzó a llenarse de puntas y filos. Microgotas. Millones. Nunca hubo silencio. Ese es, del mundo, una de sus imposibilidades. También el sonido mutó en nuevas formas. Más que de espectadores aquellos sucesos necesitaron oyentes. Y como oyentes entramos a la Cueva del Guácharo. De 10 kilómetros es su largo y 1200 metros es la profundidad a la que el público, guiado, puede entrar. Alexander Von Humboldt penetró unos 500 metros, el 18 de septiembre de 1799. De ello da fe en sus memorias de viaje por América del Sur y una placa en el lugar húmero y oscuro, cueva adentro, donde estuvo. No vino tanto por la cueva como por los pájaros que en ella viven, los guácharos habitan la primer galería. Casi cuerpo a tierra pasamos a una segunda galería lejos de la bulla guáchara. Incontables estalactitas y estalagmitas proyectan sus formas que aún, miles de años después, no son definitivas. Largo es el proceso de la piedra como largo es el camino del regreso. En ese camino estamos. Lento retorno el de la pequeña tormenta roja, la última indiecita y yo. De súbito apareció este respeto desmedido por las curvas. Llegó con las caídas, va a quedarse el tiempo que demore en reconstruir mi confianza. Igual andamos. Por más que uno no quiera por andar nomás a algo se llega.










Siempre llegamos a lo bueno. Toda caída tiene su consecuencia, la nuestra tiene hasta nombres propios: Alexaida y Lisandro. Nos acompañan a buscar el hotel más barato del pueblo y cuando encontramos uno no nos dejan entrar, tímidamente, como pidiéndonos ellos un favor a nosotros, nos invitan a su casa. Quince minutos después de haberlos conocido a un costado de la ruta, mientras acomodaba el faro de la moto quebrada en la caída, llegamos a su casa en un barrio popular de El Callao. Lisandro trabaja en las minas buscando oro. Alexaida tiene una risa mineral, de luna. Cuando ríe el tendido eléctrico satura su capacidad energética. Todo es motivo de risa para Alexaida, hasta la deformidad de las arepas que Andrea prepara para el desayuno. Bienaventurados los seres que en otros dejan el recuerdo de sus risas. En la ciudad de El Dorado está una de las mayores prisiones de Venezuela. En ella estuvo Papillón tiempo antes de ser tremendamente libre. Le cuento a Andrea que en sus últimos meses de presidiario trabajó en la construcción de la ruta por la que andamos. Me gusta contar su historia. Mientras más la cuento más libre lo vuelvo. Don Gregorio pregunta y luego satisfecho contesta nuestras preguntas sobre Tumeremo, el Km. 88 y la Gran Sabana. Apoyado sobre el mostrador enmarcado por el ventanal, mira hacia la ruta, acompaña a uno que otro auto que por ella anda. Vive solo y de la mercadería que aún subsiste de lo que alguna vez fue “ Venta de Abarrotes ”. Hay bajo un tinglado dos mesas de pool tapadas, una gallera en desuso y baños a los que entramos con precaución por las víboras. “ Llévense mangos ” dice y señala con el mentón, - típico gesto venezolano -, el árbol cargado. Luego vuelve a ser parte del cuadro que él compone enmarcado por la ventana.






No sé relatar un paisaje a través de las palabras. No me llevo con la técnica, menos con la literaria. Creo en los viajes que son exuberancia en continuo movimiento. Nosotros llegamos a la Gran Sabana millones de años después que la semilla diera su fruto. Y no deja de brotar, es un permanente más allá que no cesa de expandirse. Valió la pena maldormir en el patio del puesto policial del Km. 88, bajo unos cuantos hilitos de lluvia, con una energía pueblerina que llamaba más a la sangre que a la amistad. Ese pueblo infecto de codicia hizo que entrar a la Gran Sabana no sólo fuera un alivio sino una necesidad vital, como respirar, o detener la moto al costado de la ruta sin razón, poner a la venta un tímpano, comprar tres pupilas y en silencio echar a rodar los ojos, para aquí, para allá, hacia las formas de los tepuyes, difusas aún, lejísimas aún. Que está a 1200 kilómetros de Caracas, dentro del Parque Nacional Canaimá, atravesada por el río Carona, al sur del río Orinoco y asentada sobre el macizo de las Guayanas, una de las formaciones geológicas más antiguas del continente son sumar datos superfluos, irrelevantes. Aquí el viaje, como la primera vejez, se convierte en un estado del alma, deja de ser el hecho de traslación concreta con un par de vivencias para recordar que hasta el hoy ha sido, aquí lo aprendido estorba y lo por aprender carece de importancia y valor. Todo deviene desnudez. Lo vi con mis ojos y lo toqué con la punta de mi cerebro: el tiempo, raquítico, iba yendo hacia el sur, hacia donde nosotros íbamos, desnudo, sólo perfil, sólo filo, y el sol, el escaso sol que hay por estos días en la Gran Sabana le relamió el hueco de sus huesos donde el tiempo lleva en sí su porqué. Y lo dejamos ir, hacia los siete tepuyes, esos monumentales mamuts de piedra vestidos de verde y con el lomo desnudos que esperan a que el tiempo los alcance para volver a andar.




























Paraytepuy es el último pueblo al que se llega rodando, de ahí en más la ascensión al Roraima es a pie. Damián Magario, un cordobés que recorre el continente americano de sur a norte en una bmw 650 nos ofrece hacer la caminata de siete días. Más que el tiempo es la economía quien nos juega en contra. Pero ese contratiempo de billetes nos servirá de excusa en un futuro no muy lejano para volver a Venezuela: volveremos para corroborar el mundo perdido que habita allá arriba. Faltó la manada de rayos de sol el domingo que junto a Damián y Antonio fuimos a ver brillar el jaspe por el que el agua carretea, salta, se quiebra y endereza su andar. De Santa Elena del Uairén a la frontera con Brasil son tres cambios de marcha y una alcabala. Intuíamos, mientras esperábamos el sello de los pasaportes, que se acababa la parte más luminosa del viaje, el país mas vivo del continente. Habíamos terminado de atravesar Venezuela. Un aguacero de cinco minutos volvió a mojar las botas montañeras de Andrea que colgaban de las alforjas.