sábado, 16 de abril de 2011

Pequeña Vuelta A Sudamérica: El Fin

" a la pequeña tormenta roja, a la útima indiecita "





El viaje terminó. Yo no llegué de a poco, como pensaba que sucedería, al ver pedacitos de mí quedarse en lugares por los cuales pasar fue una fiesta. Llegamos enteros. Si tenemos deudas es con nosotros mismos. Nos quedaron pendientes un par de lugares, lo hicimos adrede, son la excusa perfecta para próximos viajes. A Guayaramerín no fuimos. A Claudine, el contacto cuyo teléfono nos dio Gilson, no lo llamamos. La simple concatenación de los hechos, esa maquinaria infalible, precisa como el luminoso reloj de los ciegos, hizo que él nos encuentre a la salida de Porto Vhelo. Sucedió que Gilson se bajó del barco en Humaitá y desde allí lo llamó para decirle que en el barco iban dos y una moto, y que la moto y los dos viajaban más al sur de lo sur que estábamos, y que por supuesto les venía bien, a ellos que somos nosotros, cualquier ayuda en forma de cama, de charla, de baño o cerveza. A su vez nosotros decidíamos no pasar la noche en Porto Vhelo y hacer la mayor cantidad de kilómetros en las tres horas que restaban de sol. Saliendo de la ciudad dos motos se nos adelantan y en idioma ‘portugués gritado’ que es casi un calco del ‘español cretino’ nos preguntan un par de cosas: que si nosotros éramos los que venían desde Manaos porque él era a quien teníamos que llamar. Rato después estamos en una improvisada reunión del grupo de motociclistas Anacondas do Asfalto del cual Claudine forma parte, tomando algunas cervezas que corren por cuenta del dueño del bar – sede y fundador del grupo. Fue ahí donde la flecha que nos llevaba hacia el oeste empezó a torcer su puntería al sur. Cuando comento la idea de ir hacia la frontera para adentrarnos en Bolivia ninguno de los varios presentes nos da la mínima chance de atravesar los barrosos caminos bolivianos que unen Guayaramerín con Trinidad. Semejante apabullamiento en contra me hizo dudar. Pensé en unicornios amazónicos, en poleas, en el agua de la acequia que a esa hora corría paralela al kilómetro 1351 y medio de la ruta 9, pensé en algunas esquinas cordobesas, familiares, aburridas, pensé en el claro octanaje de los combustibles al momento de la primera explosión universal, pensé en la luz pura e infantil que bañaba el mediodía en que mi viejo me llevó a mi primer frontera: La Quiaca – Villazón, pensé en chasquear los dedos y acabar el viaje y cuando dejé de pensar le dije a la Andrea que siguiera practicando su colombianísimo portugués porque tendríamos Brasil por varios días más. Luego embuché un trago de cerveza y empecé a resignarme. Entonces tensé el arco. Pasamos de buscar la salida hacia Bolivia a dormir en la casa de Claudine, y a primera hora de un domingo húmedo y mercurial solté la flecha. Y la seguimos.












Recorremos paisajes sin identidad definida, panoramas que por repetidos van aniquilando árboles, sembradíos y casas hasta llegar a la inexistencia de paisaje a nuestros lados. Bastidores blancos. Nosotros y el caucho de las ruedas girando en el asfalto de una ruta brasilera. Dormimos en Jarú. En una curva nos cruzamos con una motociclista desesperada por contarnos que es la ‘mulher-gato’, la primer motoquera de Brasil que va hacia Porto Vhelo y luego regresará por el mismo camino que ahora recorre, años y años de viajar sin salir de su tierra, ella como tantos y tantos motociclistas a los que se les va la vida recorriendo su país continente. No tiene la menor intención de saber de nuestro viaje, así como viaja sola, sola habla y cuando acaba su monólogo gatuno sube a su moto y se pierde entre curvas. Dormimos en Cacoal. En una pocilga cuyas paredes recopilan la historia de la humedad de los últimos cuarenta años y donde por las noches las patitas ligeras de ratones con hambre deambulan a nuestro alrededor. Irónico e hiriente, el nombre de Hotel Hilton vuelve querible a este inmundo albergue de paso. Dormimos en Vilhena. Bajo el techo de la galería de una casa abandonada, al frente de un control aduanero y policial donde Dom Mário, antiguo camionero devenido en policía dibuja ciudad por ciudad en la hoja de un cuaderno escolar la ruta a seguir hasta llegar a Asunción, Paraguay. Faltan 1500 kilómetros, cinco tanques de combustibles, a razón de tres reales el litro. Una patada bien dada en los huevos.











Atravesamos el Estado de Mato Grosso, lo que de él están haciendo los productores de soja. Con más de seis millones de hectáreas sembradas y rociadas a puro glisfosato, la nueva frontera agrícola basada en la sojización se expande día a día trocando selva por un mar de pequeñas plantitas cuya cosecha se embarca directo a China y Europa. Idéntica a estas llanuras atestadas del nuevo maná tecno-capitalista son los campos de la pampa argentina: un embole recorrer kilómetros y kilómetros para ver aquí lo que tengo a 20 cuadras de donde nací. Un cachorro de tigrillo yace con su cabeza reventada contra el asfalto. Ni aún así deja de ser hermoso. En Comodoro, un pueblo beneficiado por el boom sojero sobre la ruta 174, conocemos, después de una hora de dar vueltas buscando cambiar dinero, a un boliviano que hace 20 años vive en la zona. Medio baqueano y la otra mitad contrabandista sabe de caminos y huellas, de controles migratorios y fuertes militares y nos asegura una y otra vez que la única forma de cruzar a Bolivia por esta zona y en esta época donde la lluvia vuelve charcos los caminos es por el paso Vila Bela – San Ignacio. Sentados a la entrada de su local donde vende, desde hace dos décadas, ropa traída de Bolivia, nos convence no tanto por la probabilidad del paso que nos acaba de manifestar sino por la forma en que lo dice. A ese atajo el google earth no lo tiene registrado. Es eso o vender las ruedas de la moto para pagar el combustible. A la flecha que nos guía le dibujamos otra curva y en Pontes da Lacerna doblamos hacia el este.

















Las ruinas de lo que fue la gran iglesia de Vila Bela da Santísima Trindade en tiempos de los jesuitas, finales del siglo XVIII, y nada más por ver. Al asfalto por el que dejamos de rodar cuando salimos de este pueblo lo volveremos a encontrar cinco días después, 400 y algunos kilómetros más adelante. Por tierra rojiza y algo barrosa, a 20 km. por hora, evaluando las posibles alternativas, que al final son sólo dos: paciencia y concentración para no caerse o volver vía Brasil – Asunción del Paraguay. No caerse, como saber cuantas veces nos caímos, es imposible. Sumadas son muchas, tantas como para inventar un ritual. Cuando no es el barro es la arena lo que tumba a la moto, y nosotros con ella. A la lenta velocidad que nos movemos nunca se acaba Brasil, nunca comienza Bolivia. Más que por andar, llegamos por tercos al último puesto militar, donde a la sombra de un árbol paragüero, tres militares desganados nos miran sin ganas de hablarnos. Para el paisaje que nos contiene resultan más extraños ellos dentro de sus trajes camuflados que nosotros montados a una moto 125. Anotan nuestros nombres en un libraco grande y sin gastar saliva ni proferir sonidos levantan la barrera en señal de ‘pasen’. Otra barrera nos frena, un burro pasta manso bajo el sol inclemente, frontera boliviana. Un soldadito nos pide documentos y contesta, tímido, algunas preguntas. Detrás de él se levanta, como un chiste, el fuerte militar. No llega a dar angustia. Por todos lados el monte amontonado, el pálido verde que de tanto en tanto enciende otras mechas, ilumina otras zonas. Algunos ranchos dispersos con sus perros, sus niños, sus pequeñas ventanas de marcos demacrados y puertas torcidas. A la tercer barrera que llegamos en el primer día del cruce entre la brasilera Brasil y la boliviana Bolivia pasamos la noche. Buenahora es un rejunte de casuchas de barro y techos de adobe y algunas paredes de ladrillos revocadas con apuro, dispersas, separadas por tapias de ramajes y pasto a medio crecer por el que tanto en tanto desliza su cuerpo frío, escamoso, la cascabel. Cuando atravesamos la desconfianza que producimos enfundados en nuestros cascos pedimos un lugar donde dormir y nos llevan a un aula de la escuela vacía. Juntamos dos tachos de agua y nos bañamos bajo las primeras estrellas de la noche, cerca nuestro un buey atado al árbol espera la mañana para ser sacrificado. Lámparas a querosén iluminan, como luciérnagas ancianas, el interior de algunas casas, el corazón de estos hombres.































Caminos provinciales del noreste boliviano. La tierra amanece húmeda, cruza de un lado a otro, súbita, a nuestro paso, una corzuela mayor. Donde la ruta se bifurca esperamos a que alguien nos diga hacia donde queda San Ignacio de Velasco. Cuando llegamos hacemos firmar nuestros pasaportes. Días de carnaval. Todo el pueblo rodea la plaza, asiste al desfile. Seguimos viaje. Donde el barro empantana las ruedas de la moto Andrea camina y yo hago equilibrio hasta cruzar el lodazal. Nunca superamos los 30 por hora. Obligados por la noche dormimos en Santa Rosa, en una pieza de madera por la que pagamos como si estuviéramos en un cuatro estrellas. Nos roba la dueña de eso que ella se empecina en llamar hotel y nos roba, - la campera para la lluvia que dejo encima de la moto -, el que habita en la otra pieza al frente de la nuestra. La roja traza que corcovea y tuerce su cuerpo amoratado de piedras y cascotes, el cielo nublado, los pájaros locos, flacos y altos que deambulan como zombies buscando semillas, el monte que inunda con su vago verde las márgenes del camino. Al cuarto día de andar a los saltos por ese camino llegamos al asfalto. Abandonamos el ripio, de a poco dejamos atrás parajes remotos. Sobrevivió la pequeña tormenta roja tanto bache, barro, piedra puntiaguda y el serrucho constante durante 400 y algunos kilómetros. Con el asfalto ganamos velocidad. Es domingo, el carnaval no ha cesado su baile, su música y su griterío de colores chillones y viejos alborotados. Llegar de San Javier a Santa Cruz de la Sierra nos lleva mediodía y encontrar un hotel en Santa Cruz nos lleva la paciencia. Somos, sin querer, partícipes del carnaval. Todas las calles hacia el centro de la ciudad están valladas. Cuando le preguntamos a un policía por la posibilidad de entrar unas cuadras terminamos siendo interrogados del por qué y para qué. Santa Cruz es una ciudad chata, apagada a pesar del sol furtivo y donde por todos lados cartelones publicitarios dejan en claro su intransigencia en contra del profundo gobierno de Evo Morales. Santa Cruz no tiene poesía. Le sobra, a sus alrededores, mucha soja y muchas familias criollas de obtuso linaje y profundo racismo en contra de la otra Bolivia. Tienen aires secesionistas, los han tenido y los van a tener. Se sirven de eso hasta para justificar masacres cuyas ideas nacen acá y ponen en práctica en otros departamentos, Pando, por ejemplo. Basan su orgullo en familiares dispersos en algunas ciudades de eeuu, en moribundas y fétidas ciudades europeas y en la bruta Capital Federal en Buenos Aires. Llegan al extremo de nombrar una supuesta fisonomía más acorde a los estándares de cultura y belleza establecidos por la ilustración occidental - capitalista - cristiana - consumista. Ese nefasto conglomerado de equívocos de la que yo formo parte, a mi pesar. No encuentro nada que me ate a esta tierra. Por fin conozco esta ciudad de Bolivia y compruebo que no erré al haberme demorado veinte años en hacerlo. Damos vueltas y vueltas sin encontrar donde dormir, cuando un botellazo cae a centímetros de la rueda delantera nos rendimos y a punto de capitular firmamos una tregua en forma de hotel.















Camiri. Acá llegó, décadas atrás, cuando el mundo era una balanza de platillos en frágil equilibrio y las causas para morir aún guardaban la posibilidad de dignidad y perfección, de sombrero para esconder una calvicie ficticia y detrás de unos anteojos culos de sifón, a ejecutar, más humano que nunca, el preludio de su propia derrota, bellísimo, imperfecto, algo africano, mínimamente argentino, ese que un día, despidiéndose, escribió: “Que no dejo a mis hijos y a mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el estado les dará lo suficiente para vivir y educarse”. Cruzamos el Pilcomayo. Nos acercamos, de a poco, a la frontera. Varios motociclistas que han estado más de seis meses fuera del país han tenido, al regresar y en la frontera, problemas para el ingreso de la moto. No quiero ser uno de ellos. Todos los intentos, incluido el de presentarme en el consulado argentino en Bogotá para pedir un certificado justificando la ausencia, y las idas y vueltas de mi hermano a la aduana de Córdoba, no surtieron efecto. Estoy en la frontera, a merced de la aduana, de sus matutinos funcionarios. Podemos intentar el paso la misma tarde que llegamos a Yacuiba pero tengo miedo que la burocracia me arruine, al entrar a mi país, doce meses de cosecha de frutos: fiesta, amor y fortuna. No me lo perdonaría. Averiguo la posibilidad de caminos alternativos por donde el contrabando hormiga trafica desde bolsas de harina a motos robadas. Jugados por jugados, perdidos por perdidos, victoriosos después de más de 20000 kilómetros rodados nos presentamos temprano a lo que salga y lo que sale es a nuestro favor. Unos papeles en la primera ventanilla y otros por el despacho de rodados ausentes, las mochilas, los aislantes, el bolso con el termo por la banda del scanner y nosotros por la ventanilla del cartelito: INGRESO. Seguro de que la pequeña tormenta roja no va a ser confiscada pregunto y ato cabos: en sus diversas fronteras la aduana argentina no está conectada entre sí a través de sus sistemas informáticos. Salí por Susques, Jujuy, y un año después entro por Salvador Mazza, Salta. Ah, dulces victorias infligidas a la burocracia.





















Por la ruta 34 cruzamos Tartagal, Campo Alegre, Embarcación, en Pichanal tomamos la ruta 5. Hay un apuro leve. Cambiamos de país pero no de paisaje: soja, algo de maíz y otra vez soja. El mítico calor de la zona de Moscóni y Tartagal nos retiene cada 30 kilómetros bajo la sombra de un árbol. Andrea echa agua sobre el caño de escape y con un chillido agudo le despide vapor. El sol declina. No sólo vamos volviendo, también estamos llegando. Quizás la maravilla del viaje se resuma en esto: irse y estar cientos de días ausentes por el sólo hecho de consumar esa creencia que significa volver. En Saravia, después de una digna parrillada, acampamos en la estación de servicios. Dos horas después de dormirnos ráfagas de viento sacuden la carpa. Llegaron los rayos que desde el atardecer mostraban sus luminosidades. Trajeron, para coronar, un quilombo de truenos y el crepitar de la lluvia. Corremos bajo el porche de una casa vacía, a metros de la estación de servicio, cuando todo está a resguardo presenciamos, en la primera fila, una tormenta histórica. Llovió uno de esos chaparrones imperiales que rompen marcas meteorológicas la noche en que me iba hacia el norte, en los primeros días del viaje y diluvia como para marcar nuevos record ahora que regreso. Lo linda que es la lluvia cuando se ve bajo techo!. Y yo que me fui solo y vuelvo acompañado. Se asusta la Andrea al ver chasquear la lluvia sobre el lomo de la tierra. Al lado de la carpa un perro indiferente duerme acurrucado. Siempre llueve en Salta a mi paso. Después del temporal quedan las huellas. Húmeda superficie del asfalto por la que andamos, y arriba todo es nube que se deshace en rocío. Cuando llegamos al cruce de la ruta 9, la Panamericana, doblamos a la izquierda y es camino conocido. Estamos llegando a la que siempre será la casa de mi abuela, por más que ella no esté. La sobreviven algunos de sus hijos, la acequia, los corrales, la sombra de los árboles donde después de la siesta cebaba un mate dulce, entrañable. A la izquierda del camino el cartel que marca los kilómetros impares, a la derecha los pares, se nos hace imposible no contarlos. Llegamos a la hora en que los perros no ladran. Mi viejo nos recibe como si hiciera unos días que me ido, así me enseña que en la suma de cuatro décadas un año es nada. Conocemos a Violeta, la compañera de mi hermano que en un par de semanas dará a luz a la Eva. Se expande el apellido, lo bueno, lo malo, lo inclasificable. Una y otra vez contamos partes del viaje, a mi tío Tito, a mi primo Katu. Nos quedamos varios días. Recorremos el dique Cadillal, San Javier, Villa Nogués, San Pedro de Colalao. “ Siempre vuelvo a Tucumán ” dice, desde la calco que fue conmigo y conmigo vuelve, Yupanqui. Se fueron embanderando las alforjas. Hace un año atrás era domingo y yo llegaba desde Santiago del Estero, al tercer día de viaje. Me esperaba mi viejo y minutos antes habían llegado el Negro Rivella y Tina, su compañera, quienes camino a Córdoba desde su Rosario de la Frontera, hicieron un alto. Tremenda alegría del encuentro, tremendo poeta este Negro. Un año ya y el tiempo sigue. Detrás del tiempo siempre nosotros.















Un poquito más temprano y ese mismo sábado llegábamos a Córdoba, pero saliendo casi a las once de la mañana a todos lados se llega tarde. En el camping de Villa de María del Río Seco armamos la carpa por última vez, la ceremonia consume sus últimas brasas. Por la ruta que me fui, por esa ruta regreso. Pasado el mediodía, a la hora del almuerzo, llegamos a la esquina de Maestro Vidal y Achával Rodríguez. 380 días de viaje. Después de todo un año no es tanto, apenas alcanza para dar la vuelta a Sudamérica, subir dos veces la cordillera de los Andes, trabajar en un billar, vender boomerang en una avenida bogotana, caerse en dos curvas de Venezuela, conocer a la Andrea, recorrer de punta a punta la Isla Margarita, revisitar La Paz, hastiarse en el desierto del norte peruano, dormir en varios cuarteles de bomberos, dormir en escuelas, dormir en iglesias, dormir en puestos policiales, pararse dos veces sobre la nítida línea del Ecuador, salir solo y volver acompañado, regresar a Colombia, navegar cuatro días Madeira abajo, no pinchar nunca una rueda de las dos que nos llevan, visitar la Gran Sabana, comer arepas en un barrio de la ciudad del Callao, estar a un segundo de que el mar nos trague en su ir y venir, zigzaguear placentero por el Cañón del Chicamocha, comer pan y atún en el desierto chileno, leer Papillón mientras vendía cervezas, casi na’. Un año y quince días. 22000 kilómetros. Oncemil sólo y el resto teniendo con quien reír. Ahora Córdoba otra vez. Siempre habitaré esta parte del mundo, aunque siempre me vaya. Es el tiempo de la ausencia cuando mejor nos llevamos.