domingo, 3 de abril de 2011

Por El Río Madeira En El Dois Irmaos






Para cuando el barco Dois Irmaos comenzó a alejarse del puerto de Manaos nosotros llevábamos 79 horas a bordo. Nos subimos el sábado 19 de febrero, 3 horas después de llegar, preguntar, encontrar, negociar y pagar el viaje que recién comenzaría el martes a las 8 de la noche. Acomodé la moto al lado de una pila de bolsas de harina que iba perdiendo altura a medida que varios changarines las trasladaban al sótano y subimos a colgar las hamacas en el aún despoblado territorio común que días después sería dormitorio, estadero y comedor para unos 150 pasajeros. El tiempo pasa lento con el barco navegando y con el barco quieto el tiempo no pasa. Aunque quieto de toda quietud, nunca. Y en silencio tampoco. Los ruidos que no nacen aquí nacen en el barco de la derecha o en el de la izquierda o los hace un tripulante que vuelve descomunalmente borracho y por poco orina arriba de nuestras mochilas. Con el amanecer reanudan la carga. Colchones, cajones de gaseosas y cientos de bolsas con papel higiénico. Y cuando no cargan para llevar rumbo a Porto Vhelo descargan lo que de Porto Vhelo traen. Esa es la ruta del Dois Irmaos: Manaos – Porto Vhelo – Manaos. 4 días río arriba. 3 días río abajo. Nosotros vamos río arriba, sobre una carretera acuática desde la que no se ve la otra carretera, la que hace años fue de asfalto y es hoy, en muchos tramos, trocha abierta. Época de lluvias, caminos intransitables.
















Uno de los últimos en subir al barco es Marcio. Vino a Manaos a comprar computadoras y afines para darle forma a su plan de montar un negocio de publicidad en la ciudad donde vive y de la que no se siente parte. De ningún lado de Brasil se siente parte, extraña Cali, donde nació y en la que espera vivir en tiempos futuros, acodado a un bar, escuchando música trash y tomando aguardiente. Por lo pronto, apoyado en las barandas del barco que baja por el Madeira nos alegra los días con su visión apocalíptica y tierna de un mundo del que fue desterrado y por el que siente rabia y nostalgia a la vez. Alto personaje. Alrededor de Marcio, revoloteando como avispas amistosas, dos hermanos peruanos preguntan queriendo averiguar hasta la talla del adn y después de un rato, saciados de tanta charla van en busca de otro al que apabullar con sus interrogatorios. Son del norte de Perú y fueron con su madre y su hermana a visitar un hermano que vive en Manaos, cuando cuentan los largos días de ida y los más aún largos días de vuelta se dan cuenta que no valía la pena semejante odisea para ver a su hermano, conocer su sobrina y enemistarse a muerte con su cuñada. Tiene mucho de cómico y bastante tragedia el relato de un desencuentro familiar en la voz hirientemente chillona de Leyla, la hermana de los peruanos. A la hora del almuerzo se forma una fila en paralelo a una de las barandas del barco y esperamos, viendo comer a los otros, nuestro turno. El plato es igual en el día y la noche: arroz revuelto con fideos revueltos con frijoles revueltos con pollo. Y la fariña para quien quiera espolvorearla sobre el menú. No estuvimos el tiempo suficiente como para que el paladar logre entender la función de la fariña en la gastronomía brasilera, pero al ver el afán con que los nativos la comen hacemos lo mismo: no nos sabe rica, no nos sabe fea, es sólo un toque lúdico en el aburrido almuerzo y la tediosa cena del Dois Irmaos.

















Tiempo es lo que sobra arriba del barco navegando el Madeira hacia Porto Vhelo. En Borba baja un pasajero y suben tres. Y la tarde oscurece a la velocidad de las balsas que transportan camiones. No cesa el sonido atronador que viene desde la sala de máquinas. Aún así, por sobre el constante ruiderío, todos duermen. Cuatro días de rutina calcada, navegando un afluente del Amazonas. Un río anchísimo anchísimo de aguas marrones que en su caudal lleva, corriente abajo, ramajes, troncos, bolsas de basura y botellas plásticas. Otras formas de ser cadáveres. En Nova Aripuaná suben y acomodan sus hamacas al lado de las nuestras Kurian, su señora y su hijo. Kurian Melayathu Joseph es hindú. Vive en Brasil desde hace 20 años. Porque el armazón de un viaje se construye con preguntas, pregunto. Y Kurian responde, y al final de cada respuesta, como puntos suspensivos, muestra sus dientes blancos en forma de sonrisa, y luego él enhebra preguntas que se desprenden, como virutas sensibles, de sus respuestas. Buenas charlas sobre el Madeira. Sólo cuando falten unos pocos minutos para llegar a Porto Vhelo el río dejará ver algo de su infinita fauna: una subespecie del delfín del Amazonas, el boto, pega su salto característico y más nunca lo volvemos a ver. Una pequeñísima muestra para semejante inmensidad. Marcio asegura que, de hundirse el barco nadie sobreviviría, basa su teoría en lo que el río esconde, “ allá abajo…”, dice. Estamos sentados los tres sobre la terraza del barco, sin modo alguno de escapar de dos parlantes atronadores que repiten un cd quince mil veces al día. Es eso o tirarse de cabeza al río , entonces Marcio repite: “ allá abajo … ”. Detrás del mostrador donde venden cervezas, galletas y helados, la gorda desagradable que día a día y de mala gana sirve el desayuno, el almuerzo y la cena, insinúa algunas escenas pasionales con su novio. Tomamos mate, jugamos a las cartas y contamos iglesias. Las de cemento son las católicas, las de madera y coloridas también remiten a dios pero sus representantes en la tierra recaudan por otra ventanilla.



















Pasamos de las hamacas a la baranda del Dois Irmaos buscando en la espesura cercana el rastro de algún animal amazónico que justifique los días de navegación. Nada vemos. Ni el escarpado lomo del cocodrilo tostándose al sol ni las kilométricas boas sacándonos la lengua desde la rama de algún árbol. Niños sí. Desnudos, lejanos parientes de los salvajes, chapoteando en las aguas oscuras del Madeira, indiferentes al paso de este rejunte de maderas viejas, descascaradas y húmedas arrastradas por un motor. Contracorriente. Salvo una pareja de jóvenes españoles envejecidísimos que viajan con un perro hiperestresado todos los pasajeros sociabilizan. Gilson Manique sube en Manicoré, a la mitad del recorrido y antes de bajarse en Humaitá me da el número telefónico de Claudine, un motociclista de Porto Vhelo. Nosotros también podemos bajar en Humaitá y continuar ruteando sobre la pequeña tormenta roja. Por carretera asfaltada en cuatro horas llegaríamos al puerto. Hacemos cuentas y entre llegar de noche y sin lugar donde dormir o pasar 20 horas más en el barco rodeados de Joseph, de los peruanos y Marcio a quienes consideramos familia decidimos seguir navegando. Hay un murmullo parecido al de los últimos días de clases las horas finales antes del arribo. De a poco las hamacas se han ido descolgando y sobre el piso se levantan, como hormigueros africanos, bolsos sobre bolsos, mochilas, paquetes. El puerto de Porto Vhelo es un atracadero barroso y a medio levantar. De mala gana algunos tripulantes me ayudan a bajar la moto. Ponen una madera de unos cuatro metros de largo y de cuarenta centímetros de ancho que baja desde la cubierta y por la que deslizo la moto de a poco, haciendo equilibrio y tratando de seguir las instrucciones de unos cinco que opinan pero no ayudan. Marcio y los peruanos se van en el mismo taxi hacia la estación de buses. Lejos aún de sus ciudades. Otra vez la soledad de las rutas nos habrá de enfrentar al corpus del viaje: un plumaje de pavo real lleno de preguntas que no se satisfacen con cualquier respuesta. La moto recupera su aspecto de mudanza. Después de cuatro días sobre la cinta acuática recuperamos la carretera. Vamos hacia Guayaramerín, frontera boliviana, a unos 370 kilómetros de Porto Vhelo.










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