sábado, 24 de julio de 2010

Los Camiones










Me gustan los camiones porque nunca voy a tener uno. Como un mamut. Como un iceberg. O como una plataforma petrolera. Me gustan cuando en medio de la ruta nos cruzamos. Cuando, a casi 100 kilómetros por hora mueven su portentosa maquinaria forjada en hierro, cilindros, rulemanes y aceite y atraviesan mi andar lento o cuando con mi lento andar los adelanto balanceándome a la izquierda primero, a la derecha después para luego volver a ocupar mi espacio en el camino que me lleva. Los camiones siempre llevan, lo que sea: latas de atún o autos, pelotas de plástico, cervezas, conteiner venidos de puertos lejanos, vacas, alambres, fardos de cables y ollas, toneladas de chatarras, carbón, botellas rotas, comida para gatos, sábanas, alfombras, toallas. Lo que sea, lo que tengan que llevar. A veces ando en moto como si estuviera caminando sobre el teclado de un piano, a cada paso escucho el sonido que sale de la hierba y los arrozales. En cambio de los camiones no pueden esperarse sutilezas. Son ruidosos, pródigos en frenadas, calientes como las piedras de la guajira colombiana, pesados en las subidas que bajan, lentos en las bajadas que suben, chillones como idiotas hambrientos. Los veo estacionados al costado del camino, como una manada de bestias monumentales que se toman un respiro y luego continúan, en larga hilera de migrantes sin alas, como animales acuáticos salidos del mar. No hay un gran relato si un camión no atraviesa sus rutas y sus campos. Me gustan los camiones, me gustan los galpones donde pasan sus noches, las gasolineras abiertas en las frías madrugadas, los peajes desiertos como duchas sin agua. Y cuando hacen sonar su claxon en señal de: “ te veo, buena vida, buen viaje ”.











1 comentario:

Anónimo dijo...

El Diego tenía un camión...

elfede