martes, 6 de abril de 2010

Un Aceite Popular


Mientras la pequeña tormenta roja, mi Honda Storm 125, elije reposar en el taller donde le hicieron el service, yo camino por una ciudad donde a toda hora se come: La Paz es un gran comedor a cielo abierto. Bulle el aceite popular en la paila donde fritan trucha, carne de vaca, chancho, o lo que sea fritable primero, comestible después. En otra paila, a milímetros del aceite oscuro e hirviente, el arroz, las papas y los huevos esperan a ser servidos. Un círculo irregular de pequeñas sillas bajo una carpa hecha de plástico celeste. Sentados, hombres, mujeres, niños, sobre sus faldas, el plato. Hay quien come con cuchara y hay quien come con las manos. Aquí es fácil volverse niño, mancharse la remera, limpiarse con las mangas. Aquí no hay tiempo para el diálogo, siempre hay quien espera un lugar, la mesa no es anclaje, es un lugar de tránsito. A metros de este improvisado y diario restaurante dos mujeres llegan con sus ollas, sus platos de loza picada, sus tazas de plástico y una decena de sillas, minutos después se larga la comedera. Fideos hervidos, casi nada de salsa. Y siempre el picante. No se concibe comer sin picante. El locoto es el más usual. También son fácilmente conseguibles aribibi y ulupica. Con alguno de ellos más tomate y quirquiña se prepara la llajwa, la salsa picante que en las mesas es más común que el agua. Velásquez dixit: “ arde cuando entra y arde cuando sale ”. Antiguamente, una de las propiedades del picante andino era la estimulación del estómago, como una forma de aplacar el hambre. Muchos comen sin tomar. En la calle, en pequeños puestos improvisados sobre cajones de madera, venden mocochinchi: compota de durazno o de damasco.



En la larga hilera de puestos que invade parte del asfalto sobre la avenida Santa Cruz sobresalen algunas cocinas de una, dos y tres hornallas. Un fuego lento mantiene, dentro de las ollas, en su justa ebullición al api, una bebida espesa hecha a base de harina de maíz en polvo. En el vaso se mezclan el color guindo y blanco y en la boca es fácil distinguir el sabor de la canela que se le agrega. Un pastel frito es el complemento sólido. Detrás de una pequeña mesada de azulejos blancos, en los mercados populares, paradas, las mujeres, sirven primero la sopa y luego el segundo. Bolivia es uno de los principales consumidores de arroz de la región. Se calcula que, por persona, se consumen 37 kilos por año. “ ¿ Quieres más chuño ? ” me pregunta, risueña, la mujer que pone delante de mí la sopa de cordero. Sobresalen, como carbones húmedos, estas papas deshidratas cuyo origen se remonta a la época precolombina. No sé si soy yo el que está, a pesar de algunos residuos del ayer, contento, o es la gente toda la que en su silencio cuando come o en su bullicio moderado cuando anda transmite una alegría calma. Un bienestar paulatino. Una huella en descenso que te lleva a la cumbre. Parado, al borde de esta gigantesca olla-volcán veo un horizonte de ajíes y tripas, de buñuelos y alitas. Abajo bulle el aceite popular. Tengo hambre en los ojos. Abro los brazos, me dejo caer.

1 comentario:

Alejandro Arriaga dijo...

ayer, sali del laburo, me esperaban en casa un par de boletas a punto de parir su tercer vencimiento, la oscuridad silenciosa de una soledad que nada tiene de tragica, el aburrimiento parece tan burguez y pelotudo que me da verguenza aburrirme, y sosteniendo aun en la mano el bolso diario, gire en redondo para irme a la mierda, recale en el parque sarmiento para abastecerme con un choripan carisimo pero chori al fin, y procegui el tragin hasta el epicentro del viento, alli atras del comedor de los universitarios, y lance esa porcion de materia pretenciosa de volver, sera que estaba solo, todos los tiros en la perfeccion del giro dibujando el arco iris del viento, volviendo de la soledad sin lagrimas de cocodrilos, en la bici que me lleva con su orquilla en intenciba terapia, siento dignidad, alegria, un niño en bici, con cosas que van y vuelven. un abrazo.