miércoles, 9 de marzo de 2011

La Cueva, Las Caídas, Los Tepuyes

Bienaventurados los que reciben a los viajeros en sus casas porque se quedan con pedacitos del corazón de los que pasan. Y dichosos nosotros, los viajeros, los que apenas llegados a Cumaná cambiamos de planes y terminamos a la entrada del Parque Nacional Mochima, durmiendo en una oficina del pequeño cuartel de bomberos, escuchando a Rubén quien al otro día rinde su último exámen, el que lo hará bombero profesional, su vocación.

No resiste planificación alguna este viaje. En la biblioteca de Paraguachí se nos revela la Cueva del Guácharo. Hacia allá vamos la mañana lluviosa en que se nos acerca Richard en su motocicleta china japonizada. Nos sugiere, mientras lubrica la cadena de mi moto, esperar, esperarlo un día y juntos ir a la cueva. Una hora después, cuando me sienta como un campeón que busca explicaciones a una derrota inesperada, lamentaré, lamentaremos no haberle hecho caso. Es de curvas y de un asfalto que cuando llueve se vuelve pista de patinaje el tramo de ruta en el que, con diferencia de diez minutos, nos caemos dos veces la misma mañana. Casi de paso de baile, visualmente bella, sincronizada, como un compás la moto dibuja un giro y nos desparrama, culpa de la combinación de una mancha de aceite, un charquito de agua y una frenada leve antes de llegar a un lomo de burro o policía acostado, como le dicen en Venezuela. Así fue la primer caída y ahora que le pregunto a Andrea algunos detalles caemos en la cuenta de que la extrañamos. A la caída, y a Venezuela también. Ningún raspón la moto, ningún raspón nosotros. Tres minutos después, repuestos del cimbronazo, reemprendemos el andar detrás de otra moto que se nos ofrece de guía. Porque iba, para mi gusto, demasiado lento, la paso en una curva y dos curvas más allá, a la escasa velocidad de 40 por hora, latiga la lluvia sobre el manubrio de la moto, zigzagueamos, derrapamos y caemos, bastante ruidosa y aparatosamente, como un ropero del camión de una mudanza, varios metros, una secuencia violenta que no dura más de cinco segundos, lo suficiente para que toda la confianza que más de 17000 kilómetros recorridos habían dejado en mi ‘ yo motociclista ’ se esfumara apenas me levanto y veo en los ojos de Andrea una puteada que no me grita y otra que tampoco me dice, a pesar de las ganas y de que me la merecía, el hombre de la moto al que yo debía seguir porque era el conocedor de esas curvas. Cuando ato con una soga la carcaza que sostiene el faro de la luz y arranco, tengo la sensación de haber olvidado hasta el modo de acelerar. Fue una caída inesperada y por inesperada no sé como asumirla, procesarla. Como al campeón que en un cruce de guantes lo noquea su sparring. Cuando paramos a que acabe la lluvia, tomar unos mates y replantear el recorrido para lo que queda de luz en el día nos acordamos de Richard y su propuesta de aplazar unas horas el viaje. De otras caídas, muchas más leves, ya hablaban las alforjas a través de sus raspones. Allá en Lima, hace varios meses, una tarde de ajedrez y mates, Jaime Tranca Pérez me regaló, entre otras cosas, dos calcomanías. Es editor, Jaime, y escribe, y porque escribe y es editor publica una revista, Literalgia, allá en Lima, donde lo conocí, al comienzo de este viaje, cuando hice contacto con escritores, editores y afines, de los que aún no he hablado, me debo esas líneas porque la escritura no me brota fácil. Un poema del español Leopoldo María Panero en una calcomanía y uno de Octavio Paz en la otra. En una alforja pegué la de Panero y en la caja negra que iba sobre la parrilla la de Paz. Y vinieron las lluvias y muchos más kilómetros y también las caídas. Sé que a estas horas mientras escribo palabras fútiles y desteñidas Leopoldo María Panero continúa agonizando su locura en un hospital de España. Resiste, Panero. Sus poemas están hechos con los sedimentos que quedan cuando no quedan ni gritos. Son como duros cascotes que acarician la carne. Así era el escrito de Panero que pegué en la alforja, resistió miles de litros de lluvia, algunas caídas, el polvo de los caminos, la quietud de los meses bogotanos. Se necesitaron varios metros de asfalto para arrancar de cuajo esas palabras. Las palabritas de Paz, Octavio, mexicano pulcro y refinado aguantaron dos semanas, una lluvia. No me duele la caída ni los raspones en el espejo, ni que la carcaza que sostiene el faro de la luz necesite de una soga para sostenerse en su lugar, lo que me duele es el poema de Panero, su ausencia en la alforja.



En un día como hoy, hace 130 millones de años, los últimos martillazos rojos dados sobre el atardecer se enturbiaron por la sombra de una forma no definida. Los restos de un antiguo mar abandonaban este reducto. El vacío entonces comenzó a llenarse de puntas y filos. Microgotas. Millones. Nunca hubo silencio. Ese es, del mundo, una de sus imposibilidades. También el sonido mutó en nuevas formas. Más que de espectadores aquellos sucesos necesitaron oyentes. Y como oyentes entramos a la Cueva del Guácharo. De 10 kilómetros es su largo y 1200 metros es la profundidad a la que el público, guiado, puede entrar. Alexander Von Humboldt penetró unos 500 metros, el 18 de septiembre de 1799. De ello da fe en sus memorias de viaje por América del Sur y una placa en el lugar húmero y oscuro, cueva adentro, donde estuvo. No vino tanto por la cueva como por los pájaros que en ella viven, los guácharos habitan la primer galería. Casi cuerpo a tierra pasamos a una segunda galería lejos de la bulla guáchara. Incontables estalactitas y estalagmitas proyectan sus formas que aún, miles de años después, no son definitivas. Largo es el proceso de la piedra como largo es el camino del regreso. En ese camino estamos. Lento retorno el de la pequeña tormenta roja, la última indiecita y yo. De súbito apareció este respeto desmedido por las curvas. Llegó con las caídas, va a quedarse el tiempo que demore en reconstruir mi confianza. Igual andamos. Por más que uno no quiera por andar nomás a algo se llega.










Siempre llegamos a lo bueno. Toda caída tiene su consecuencia, la nuestra tiene hasta nombres propios: Alexaida y Lisandro. Nos acompañan a buscar el hotel más barato del pueblo y cuando encontramos uno no nos dejan entrar, tímidamente, como pidiéndonos ellos un favor a nosotros, nos invitan a su casa. Quince minutos después de haberlos conocido a un costado de la ruta, mientras acomodaba el faro de la moto quebrada en la caída, llegamos a su casa en un barrio popular de El Callao. Lisandro trabaja en las minas buscando oro. Alexaida tiene una risa mineral, de luna. Cuando ríe el tendido eléctrico satura su capacidad energética. Todo es motivo de risa para Alexaida, hasta la deformidad de las arepas que Andrea prepara para el desayuno. Bienaventurados los seres que en otros dejan el recuerdo de sus risas. En la ciudad de El Dorado está una de las mayores prisiones de Venezuela. En ella estuvo Papillón tiempo antes de ser tremendamente libre. Le cuento a Andrea que en sus últimos meses de presidiario trabajó en la construcción de la ruta por la que andamos. Me gusta contar su historia. Mientras más la cuento más libre lo vuelvo. Don Gregorio pregunta y luego satisfecho contesta nuestras preguntas sobre Tumeremo, el Km. 88 y la Gran Sabana. Apoyado sobre el mostrador enmarcado por el ventanal, mira hacia la ruta, acompaña a uno que otro auto que por ella anda. Vive solo y de la mercadería que aún subsiste de lo que alguna vez fue “ Venta de Abarrotes ”. Hay bajo un tinglado dos mesas de pool tapadas, una gallera en desuso y baños a los que entramos con precaución por las víboras. “ Llévense mangos ” dice y señala con el mentón, - típico gesto venezolano -, el árbol cargado. Luego vuelve a ser parte del cuadro que él compone enmarcado por la ventana.






No sé relatar un paisaje a través de las palabras. No me llevo con la técnica, menos con la literaria. Creo en los viajes que son exuberancia en continuo movimiento. Nosotros llegamos a la Gran Sabana millones de años después que la semilla diera su fruto. Y no deja de brotar, es un permanente más allá que no cesa de expandirse. Valió la pena maldormir en el patio del puesto policial del Km. 88, bajo unos cuantos hilitos de lluvia, con una energía pueblerina que llamaba más a la sangre que a la amistad. Ese pueblo infecto de codicia hizo que entrar a la Gran Sabana no sólo fuera un alivio sino una necesidad vital, como respirar, o detener la moto al costado de la ruta sin razón, poner a la venta un tímpano, comprar tres pupilas y en silencio echar a rodar los ojos, para aquí, para allá, hacia las formas de los tepuyes, difusas aún, lejísimas aún. Que está a 1200 kilómetros de Caracas, dentro del Parque Nacional Canaimá, atravesada por el río Carona, al sur del río Orinoco y asentada sobre el macizo de las Guayanas, una de las formaciones geológicas más antiguas del continente son sumar datos superfluos, irrelevantes. Aquí el viaje, como la primera vejez, se convierte en un estado del alma, deja de ser el hecho de traslación concreta con un par de vivencias para recordar que hasta el hoy ha sido, aquí lo aprendido estorba y lo por aprender carece de importancia y valor. Todo deviene desnudez. Lo vi con mis ojos y lo toqué con la punta de mi cerebro: el tiempo, raquítico, iba yendo hacia el sur, hacia donde nosotros íbamos, desnudo, sólo perfil, sólo filo, y el sol, el escaso sol que hay por estos días en la Gran Sabana le relamió el hueco de sus huesos donde el tiempo lleva en sí su porqué. Y lo dejamos ir, hacia los siete tepuyes, esos monumentales mamuts de piedra vestidos de verde y con el lomo desnudos que esperan a que el tiempo los alcance para volver a andar.




























Paraytepuy es el último pueblo al que se llega rodando, de ahí en más la ascensión al Roraima es a pie. Damián Magario, un cordobés que recorre el continente americano de sur a norte en una bmw 650 nos ofrece hacer la caminata de siete días. Más que el tiempo es la economía quien nos juega en contra. Pero ese contratiempo de billetes nos servirá de excusa en un futuro no muy lejano para volver a Venezuela: volveremos para corroborar el mundo perdido que habita allá arriba. Faltó la manada de rayos de sol el domingo que junto a Damián y Antonio fuimos a ver brillar el jaspe por el que el agua carretea, salta, se quiebra y endereza su andar. De Santa Elena del Uairén a la frontera con Brasil son tres cambios de marcha y una alcabala. Intuíamos, mientras esperábamos el sello de los pasaportes, que se acababa la parte más luminosa del viaje, el país mas vivo del continente. Habíamos terminado de atravesar Venezuela. Un aguacero de cinco minutos volvió a mojar las botas montañeras de Andrea que colgaban de las alforjas.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Lucas Que lindas fotos!! queria contarte que hace mas de un año que pertenezco a este grupo de viajeros, quizas les sirva.. o mejor dicho seguro les sirve, entrá y fijate es algo muy copado y de gente muy generosa y buena.
Suerte!!

VW

www.couchsurfing.org

Juancho Araujo dijo...

El pana Lucas y mi amiga Andrea; sabrá el Gran Arquitecto Del Universo por donde carajo andarán. Éxito