domingo, 28 de marzo de 2010

4800 metros de A. S. N. M.

A Matías Barnes, por las coincidencias.

Como mi vida no es cronológica - de ahí el continuo revisitar de lugares, personas y hechos -, este blog tampoco lo es. Dejo para más adelante el inesperado y alegre encuentro con Hugo Rivella en la casa de mi abuela, al tercer día de viaje. Para más adelante, también, el contraste entre el Camino de Cornisa, un muro verde que une Salta con Jujuy y la siempre revisitada Quebrada de Humahuaca.



22 km. antes de Tilcara, viniendo de sur a norte, girando a la izquierda y atravesando Purmamarca comienza la Cuesta de Lipán; en aproximadamente 40 km se suben de los 2200 mts. a los 4170 mts. Sobre el nivel del mar. Primeros escalones geográficos de la larga escalera cuyo techo está a 4800 mts, más allá de Susques, cruzando la frontera, de lado chileno. Esa fue la primer y verdadera prueba de fuego para la pequeña tormenta roja, mi Honda 125.





En el medio cruzamos las Salinas Grandes que son por su parecido, según la niña Katha, una sucursal abreviada del Salar de Uyuni. Después de una hora y media de demorarme allí retomé el camino hacia la frontera. La ruta que atraviesa esa porción de puna jujeña me deparó el encuentro de los ciclistas: ella japonesa y el francés. Cerca nuestro y mientras comparábamos ventajas y desventajas entre bicis y motos una llama cruzaba y descruzaba el asfalto. Entonces el camino plano me permitía ir a 75 km por hora, tranquila la moto y tranquilo yo. Pero si después de los 4170 mts vinieron 25 km de bajada y Susques está a 3600 mts ahora me esperaba la subida. A paso demasiado lento, comprobado que a una infinitud de curvas le puede continuar otra infinitud igual, dejando paso a los camiones que van a la zona franca de Iquique en busca de autos, antes del atardecer llegué a Susques. Aduanero y fronterizo, con la moto estacionada al frente de la ventana de la pieza que da a la calle, recorrer el pueblo me lleva 15 minutos.






Esa noche hago, antes de que mañana al salir de Susques, pierda la señal, las últimas llamadas desde mi celular. Esa noche llamo a la que, por decisión propia, esto no lee.



Una de las cosas que más me gustan del viaje es armar el equipaje sobre la moto: me transporta a la infancia cuando en mi futuro me veía acomodando alforjas sobre el lomo de un caballo, al pie de una montaña. Dice Atahualpa Yupanqui que viajar en caballo es un continuo asombro porque permanentemente se está llegando. Viajar en moto tiene algo de eso. Con las alforjas amarraditas, el tanque lleno, desayunado y gozando de excelente salud acelero por primera vez en esta mañana luminosa de marzo y apenas acelero ya estoy desacelerando, la montaña que metros atrás dejaba ver su costado norte ahora se muestra casi entera y yo detengo la marcha, le pongo el pie a la moto, bajo, me descasco, contemplo, inhalo, me río y hablo solo, o le hablo a la llama fluorescente que está en el cartel a un costado del asfalto que me lleva a la frontera. ( Hace unos días, en Antofagasta, leí la nota de un periodista argentino que, hablando sobre política argentina, se preguntaba cuantos lados tiene una frontera. El periodista es kirchnerista, como yo. Y mi gozo en estos días es doble: gozo por ser kirchnerista y gozo por el viaje ). La frontera que nos une a Chile tiene cuatro lados, una YPF, algunas casas, viento frío y a 700 mts la aduana. La moto llega apunada y por traslación biológica y solidaridad mecánica, yo también. Estaciono al lado de una nave espacial con forma de moto: una V- Strom conducida por un brasilero que en 25 días recorre la suma de kilómetros que yo espero hacer en meses. Su novia nos saca la foto.


Se miran entre ellos, los gendarmes, cuando me escuchan decir el destino al que voy, minutos después, cuando me aleje con los papeles habilitantes, apostarán a que no llego, a que me desbarranco dormido, a que antes del anochecer estaré volviendo, vencido por los Andes, por la sal, la soledad, la altura o por mis miedos.


Apunados, mascando coca provista por un camionero salteño que respondiendo a mi pregunta sobre la última bajada a la entrada de San Pedro de Atacama me vaticinó la muerte, ( textual, el salteño soltó un tajante: " te vas a matar en esa bajada " ), entré a Chile.



Subíamos, solos, con todo el cielo azulasazo, con algunas nubes, con todas las montañas y algunas vicuñas y mis ojos puestos en el cuentakilómetros, sumando restas, atravesando pequeños salares, convirtiendo minutos en distancia y kilómetros en tiempo, apunados, subíamos, subíamos, subíamos a 15 km por hora, creciéndonos paciencia por los poros, subíamos, y como soy, según el guión, el ente pensante de este dúo decidí acampar a 4600 metros de altura, sobre unos bofedales ( formaciones vegetales que nacen en condiciones ambientales extremas de la puna altoandina y que se caracterizan por presentar un microrrelieve ondulado ). Otra vez, y no sé decir por qué número de veces va pero sé que hay alguien que las está contando, el sol caía detrás de las macro alturas, la luz del planeta menguaba y yo armé la carpa, me socialicé con las vicuñas, caminé por las verdiblancas ondulaciones, improvisé una cama y a eso de las ocho de la noche comencé a intentar dormir. El frío me despertó más de diez veces durante la madrugada. Hacía, sin exagerar, alrededor de cinco grados bajo cero. ¿ Escuché temblar a la moto ? ¿ La escuché maldecir ? No, y ella tampoco a mí, con la estoicidad propia de los prisioneros siberianos esperé el amanecer, esperó, la moto, a que me desarrucurre, desarme la carpa, guarde lo sobrante, empaque, acomode y le dé arranque.





A los últimos 80 kms antes de llegar al primer pueblo chileno, San Pedro de Atacama, los hice con la lentitud propia de los gozantes. De los que se demoran adrede, para volver más corrosivo y dulce, en el recuerdo, el apuro de ayer. Y el volcán Licancabur delante, a mi costado, detrás de mí, tutelar, cuando voy hacia Calama y giro la cabeza, cuando miro por el espejito retrovisor de mi pequeña tormenta roja ahí está, sabiendo de sí mismo que llegará la hora en que ha de estallar, en que desde el centro de la tierra vendrá su manifestación fueguina y dará nuevas formas a esta parte del mundo que hoy me contiene, me ve pasar, ni lleno ni vacío, lejos de todo sacrificio humano, el que no colabora con la construcción del mundo, el que a regañadientes acepta su condición humana, el que ya conoció el componente salvaje de esa condición, el que se aleja a 75 kms por hora y a 75 kms por hora se acerca, disfrutando de los carteles, disfrutando de los perros que no le alcanzan los talones, disfrutando del sonido seco, rotundo y potente que hacen los insectos cuando estrellan sus pequeñas anatomías sobre el visor del casco negro. El viernes 19 de marzo, remontando un viento en contra y de costado que me hizo andar, durante varios kilómetros, casi recostado sobre la carretera, llegué a Calama.







En Calama no hay motos

y porque no hay motos

de Calama no hay fotos.

Habrá, pero no las vi.

Cuando en Calama haya motos

de Calama habrá fotos.



2 comentarios:

frailevill@hotmail.com dijo...

pues... como dijo don Cafrune por ahí: 'lindo haberlo vivido para poderlo contar'...

Anónimo dijo...

Seguí escribiendo hermano, hace bien ver que la literatura viaja. Que se hace cuerpo. Que se esparce adentro con algunos de esos rasgos que registras en tu texto del sol. Que te va contemplando y te pone en el plano de lo frío si se apaga o en la quemadura de la planicie si respira. Ni contar la sensación que da leerse en el principio de la historia. Las coincidencias.
Que no se corte hasta que vuelvas con la rabia y la alegría para esparcir la libertad sobre una ciudad comida. Acá la gente se junta en las plazas a decir que es kirchnerista. Cada vez se hace un poquito menos difícil decirlo. Se está hablando de política. Algo que no recuerdo que haya pasado. Yo sigo con tu boomerang por tirar si me animo a ir contra el viento una de estas tardes y unos guantes de boxeo para entrenar la resistencia desde el centro del país de Maradona. Que siga sonando el corazón de esa Honda roja y que en Calama haya motos, así hay poesía.


el barnes.